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Opinión y Actualidad

Si Argentina quiere combatir la violencia de género, el acceso a la justicia tiene que cambiar

Abril y Mayka Rosales crecieron en un hogar argentino atravesado por las violencias machistas más extremas.

28/09/2021

Por María Florencia Alcaraz
Para The Washington Post

Mario Edgardo Garoglio, su padre, intentó matar tres veces en una misma noche a su madre, Ivana Rosales, después de que ella le pidiera el divorcio: fue el 18 de abril de 2002, en la provincia patagónica de Neuquén. Primero trató de asfixiarla con un alambre, después la golpeó con piedras y finalmente la encerró en el baúl de un auto creyendo que estaba muerta.

En el juicio, el fiscal Eduardo Velazco Copello dijo sobre Ivana que era una mala madre y esposa: “Ella se lo buscó”, es lo que dijo el fiscal de acuerdo a Ivana. Y pidió un atenuante en el castigo penal que los jueces Emilio Castro, José Andrada y Eduardo Badano concedieron sin reparar que estaban abriendo la puerta a la impunidad. Garoglio fue condenado a cinco años de cárcel, la mitad de lo esperado. Luego, violó a sus hijas y se fugó.

La subestimación de la gravedad de los hechos por parte del sistema de administración de justicia dejaron a Ivana, Abril y Mayka en la intemperie. A la violencia machista ejercida por el agresor se sumó la violencia institucional que marcó sus vidas hasta la muerte: la única sobreviviente de estos episodios fue Abril. Mayka se suicidó cuando ya era adolescente. Ivana murió en 2017, 15 años después de la golpiza: sufrió un ataque epiléptico producto de las secuelas del triple intento de femicidio.

El pasado 23 de septiembre, el Estado argentino —representado por la ministra de Mujeres, Géneros y Diversidad, Elizabeth Gómez Alcorta; el ministro de Justicia y Derechos Humanos, Martín Soria; y el secretario de Derechos Humanos de la Nación, Horacio Pietragalla Corti— reconoció ante Abril, en un acto público, todos los errores cometidos en el caso: desde la revictimización, la discriminación y decisiones de operadores judiciales basadas en estereotipos de género. El pedido de perdón llegó casi 20 años después de los hechos.

Se trata del primer pedido de disculpas del Estado argentino ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por un caso de violencia de género. No fue por iniciativa propia sino que se trató de una lucha encarada por la propia Ivana que se acercó al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), en 2005, y acompañada por el organismo de derechos humanos llevaron su caso hasta instancias internacionales. Quería llegar a un acuerdo de solución amistosa con el Estado por los daños que sufrió por la falta de acceso a la justicia. La forma de reparación que Ivana imaginó pretendía que su historia no se vuelva a repetir: quería abrir un refugio para víctimas de violencias que llevara el nombre de Mayka y exigía la implementación del patrocinio jurídico gratuito, mucho antes de que fuera una demanda del colectivo Ni Una Menos. Tras su muerte, fue Abril quien heredó la lucha como legado y siguió empujando la causa.

Esto fue un acto más que simbólico. Fue un compromiso público del gobierno para profundizar el trabajo para prevenir y erradicar la violencia machista, especialmente en el ámbito judicial. Algo que, con suerte, resultará en una reevaluación íntegra del sistema judicial para casos de violencia de género, porque el acceso a la justicia no siempre es sinónimo de condena.

Uno de los grandes temas de la agenda feminista en Argentina este año, tras la legalización del aborto, fue la reforma judicial feminista. Una demanda que se repite una y otra vez con la nitidez de que algo tiene que cambiar en el acceso a la justicia. Sin embargo, la idea de reforma judicial feminista tiene poca definición en lo concreto y tantas interpretaciones como personas que la enuncian. Tenemos la certeza que el poder Judicial tiene respuestas patriarcales y parte de ese problema tiene que ver con la representación desigual que tienen mujeres, lesbianas, travestis y trans en ese ámbito. Pero también con la estructura laberíntica y opaca de ese poder que no rinde cuentas a nadie ni tampoco permite la participación —con excepción de los juicios por jurado— de personas que no forman parte de él. Entonces, el problema es de raíz. No se cubre únicamente con formaciones, sensibilizaciones, protocolos de actuación como recetas y el adosamiento de la “perspectiva de género” como solución mágica.

Los aletargados tiempos del sistema de justicia también tienen que acelerarse. Abril era una niña de siete años cuando su madre se acercó al CELS para denunciar al Estado en búsqueda de una ruta posible que la pudiera acercar a un camino de justicia, reparación y no repetición. Abril escuchó el pedido de perdón que merecía su mamá con 23 años de edad.

“La misoginia se cuenta en acciones como las de su exmarido, pero también como las del poder judicial neuquino que le dijo que ella se lo había buscado”, dijo Paula Litvachky, directora ejecutiva del CELS en el acto público de reparación. La lucha de Ivana en vida y su legado tienen que hacer eco en las formas de reclamar transformaciones que encaran los feminismos. Es la necesidad de reflexionar más allá del poder Judicial y su sistema de castigos. ¿Es posible imaginar respuestas estatales más efectivas e innovadoras más allá de la cárcel, que resuelvan realmente los conflictos y protejan a las personas? Cambiar el paradigma de la intervención estatal en estos casos es, todavía, un desafío pendiente para la mayoría de los Estados en la región que han sancionado leyes, adherido a acuerdos internacionales y encarado programas pero el problema sigue estando ahí.

Además de la transformación cultural, el acceso a la justicia podrá cambiar cuando el foco deje de estar puesto en la condena como punto de llegada y empiece a abordarse una actuación integral con mecanismos de prevención, protección y reparación que sean creativos, situados y veloces.