El avión intentó despegar del Aeroparque Jorge Newbery hacia Córdoba. No pudo hacerlo. En cambio dejó 65 muertos, historias de dolor y testimonios de sobrevivientes.
Fue hace un cuarto de siglo. El 31 de agosto de 1999 65 personas murieron producto del hecho que se conoció como “La tragedia de LAPA”.
Aquella noche un avión de la empresa Líneas Aéreas Privadas Argentinas (LAPA) debía despegar desde el Aeroparque Jorge Newbery con destino al aeropuerto Ingeniero Ambrosio Taravella, más conocido como Pajas Blancas, en Córdoba.
Pero el Boeing 737-204C, matriculado LV-WRZ, jamás levantó vuelo. Carreteó por la pista, derribó una reja, salió de los límites del aeroparque, cruzó la avenida Costanera Norte, embistió un auto, arrastró una cámara reguladora de gas y máquinas viales, frenó sobre un talud de arena de un campo de golf cercano y fue envuelto en llamas.
En aquel avión viajaban unas cien almas. Murieron sesenta pasajeros, tres integrantes de la tripulación y dos personas que iban en un auto que fue chocado por el Boeing cuando salió de los límites de Aeroparque. Fallecieron el piloto Gustavo Weigel, el copiloto Luis Etcheverry, la primera oficial Verónica Tantos y sesenta pasajeros. Hubo 34 heridos y los otros dos muertos eran quienes viajaban en un auto en un Chrysler Neón que fue embestido por el avión. Buena parte de las víctimas eran de Córdoba. Fue por ello que esa provincia fue especialmente afectada por la considerada la mayor tragedia aérea de la historia argentina.
El caso fue investigado por la justicia federal porteña. El día del hecho quedaron a cargo del expediente el entonces juez federal Gustavo Literas y el fiscal Carlos Rívolo. Fue la primera vez que la justicia argentina investigó el hecho de manera sistémica, es decir que no solo se centró en lo que sucedió en la cabina.
El expediente fue elevado a juicio en 2005. Los acusados fueron nueve: seis directivos de la empresa, por el delito de estrago culposo, y tres integrantes de la Fuerza Aérea por el delito de incumplimiento de los deberes de funcionario público. Entre los acusados estaba el dueño de la compañía, el poderoso empresario Andrés “Andy” Deutsch.
Casi cinco años más tarde, el 2 de febrero de 2010, el Tribunal Oral número 4, integrado por los jueces Leopoldo Bruglia, María Cristina San Martino y Jorge Luciano Gorini, absolvió a la gran mayoría de los acusados, Deutsch entre ellos. Los fiscales Rívolo y Guillermo Friele habían pedido condenas para todos.
Sin embargo, los únicos condenados fueron Valerio Francisco Diehl, ex gerente de operaciones de LAPA, y Gabriel María Borsani, ex jefe de la línea 737. La pena fue de tres años por el delito de estrago culposo agravado. En mayo de 2011 la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal confirmó las condenas y las absoluciones. Votó en disidencia el juez Gustavo Hornos quien pidió que se elevara la pena de los condenados y que Deutsch y Ronaldo Boyd fueran condenados a cuatro años de prisión.
El listado de las víctimas
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La Corte Suprema dejó firme la resolución en septiembre de 2012. A comienzos de 2014, los directivos de LAPA absueltos fueron sobreseídos por prescripción por la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal. Y el 29 de agosto de 2014, dos días antes de que se cumplieran quince años de la tragedia, la Corte Suprema ratificó lo dictado por la misma sala de Casación el 11 de febrero: la prescripción de la acción penal para Deutsch y Ronaldo Boyd. Las condenas de Diehl y Borsani quedaron firmes, es decir que hubo responsabilidad de la empresa en la tragedia. Pero no cumplieron pena de prisión por el monto de la condena y porque no tenían antecedentes.
Hasta allí la historia de los hechos y su fría conclusión judicial.
Pero hubo otras historias, más sentidas. Las de los sobrevivientes y las de los muertos, reconstruidas por familiares y amigos. Un libro llamado LAPA3142 Viaje sin regreso, se publicó en Córdoba en diciembre de 2000. Es decir que había pasado apenas un año y cuatro meses de la tremenda herida sufrida en la provincia mediterránea a raíz de la tragedia de LAPA. El dolor estaba a flor de piel.
En agosto de 2001 se imprimió una segunda edición que tiene 198 páginas y varios capítulos. Unos de ellos llevan los nombres de varios de los muertos y de algunos de los sobrevivientes. Otros, los necesarios para conocer qué sucedió, se titulan “Martes, 31 de agosto de 1999″, “La noche eterna”, “Primeras especulaciones”, “La causa judicial”, “Aeroparque hace aguas” y “Luchar por la seguridad aérea”.
La publicación que dirigieron las periodistas María Inés Loyola y Mónica Ambort se propuso contar las historias de vida de los muertos y de los que sobrevivieron hace ya 25 años.
La primera edición del libro, tal como se explicó entonces: “No se comercializa. Será distribuido gratuitamente entre los familiares de las víctimas, instituciones vinculadas académicamente a la Universidad de Córdoba, bibliotecas, medios de comunicación, poderes del Estado y otras organizaciones que por su actividad”. Tenía la intención de quedar como homenaje, testimonio y denuncia.
Probablemente la página más relevante de todas es la séptima porque allí están las dedicatorias. Y entonces aparecen los nombres de todas las víctimas del vuelo 3142. Las dedicatorias se extienden a los sobrevivientes, a familiares y amigos, a los funcionarios judiciales a cargo del caso, y los responsables de que algo similar a lo de LAPA no ocurra “Nunca más”.
La introducción lleva el título de País generoso y nos remonta al último martes de agosto de 1999 y cómo se vivió aquella jornada en Córdoba.”Cuando la mayoría de nosotros, terminada la tarea, preparábamos la cena para compartir el pan familiar, desde la televisión, la imagen del espanto nos paralizó. En el corazón de al citi, a metros del Plata, en las barbas del poder, un avión ardía en llamas. Y aunque todo era caos y desconcierto, a los pocos minutos lo supimos con certeza: esa máquina de LAPA que había fallado en su intento de despegue, tenía a esta ciudad en su destino. Durante días, los cordobeses anduvimos como alma en pena. Mustios, exhaustos de estupor, incrédulos... Con el paso de las horas, nuestros muertos eran más nuestros”, explica el libro.
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Y agrega: “Al vecino que supimos en ese vuelo al instante de la tragedia, íbamos sumando: también viajaba Romagnoli, el hijo de nuestro antiguo profesor; Salgado, el que le cambió el rostro a la ciudad. La hija de Kety, demasiado, demasiado... El matrimonio de empresarios, amigos de Rosita; el novio de María; los visitadores médicos, viejos colegas de Mari, la del quinto... el marido de mi amiga; el padre de los chicos que van a la escuela con los tuyos; el intendente electo de Cruz del Eje. Cuando creíamos que la lista terminaba, siempre había uno más. A los cordobeses, el martes 31 de agosto de 1999, la tragedia se nos instaló en el cuerpo. El avión del vuelo 3142 de la empresa argentina que debía salir del Aeroparque Jorge Newbery de Buenos Aires a las ocho y media de la noche con destino a Córdoba, apenas si logró carretear un poco. En instantes, envuelto en llamas, liquidó los sueños de sesenta y cinco personas, mientras por milagro, otras treinta lograban sobrevivir, muchas de ellas con quemaduras que cambiaron sus vidas para siempre”.
“A partir de entonces, -continúa la introducción del libro- como si la muerte no hubiera sido suficiente, también asistimos al maltrato, casi una campaña sistemática, al que fueron sometidos los familiares y allegados de las víctimas. Primero la desinformación. Después, las explicaciones ofensivas; los intentos desvergonzados de negar responsabilidades indelegables. . . para rematarla con la perversa equivocación a la hora de identificar los cuerpos. Como si muertos y sobrevivientes, en vez de víctimas, hubieran sido culpables de subir a ese avión herido de muerte. Es que en este país, ya lo sabíamos, la vida no vale nada”.
Luego de relatar el dolor colectivo padecido entonces, la introducción se sumerge en un intento de explicación de por qué pasó lo que pasó: “Para bajar costos, sin que nadie reclame, se pueden obviar los controles de calidad más elementales, aquéllos de los cuales depende la seguridad de las personas. Y cuando el producto de esa negligencia se convierte en un arma mortal, lejos de esbozar un gesto de piedad, o de pesar, exhibir con desvergüenza lo que sería la única preocupación: que cueste lo menos posible. Nada, preferentemente. Es el mismo país donde en un año mueren diez mil personas en la ruta, sin que los responsables de evitarlo reaccionen para hacer algo serio, contundente, multisectorial y definitivo que detenga el genocidio. Aunque en cada acto humano coinciden siempre muchísimos factores, tanta ligereza con la vida humana ocurre en una Argentina que se desentiende cada vez más de su gente, después de una década en la que el Estado se retirara aceleradamente de responsabilidades ancestrales, sin que se vislumbre que algo va a cambiar”.
Y concluye: “Podrá decirse que este país no está aislado del mundo, y que ahora, en todos lados, el dinero, vale más que las personas. Es cierto. Pero mientras en otros países hacen mejor los cálculos, aquí las cuentas parecen mal hechas desde el comienzo. Si como está visto, el dolor de familiares y amigos no vale demasiado, habría aunque sea que considerar el costo, en cifras, de cada ‘accidente’. Aunque más no fuera por una cuestión de números, el primer rubro de todo emprendimiento debiera ser el de la prevención y el control. Algo que saben muy bien los gurúes de la eficiencia”.
La introducción abre paso a las historias de lo muertos reconstruidas a partir de entrevistas con sus seres queridos. Entonces en las páginas del libro se conocerá más de Gladys María Vera, Rubén Darío Ternavasio, Andrea Grilli, Eduardo Yurevich, Griselda Rico o Oscar Eduardo Ramonino.
En las páginas del libro se hallan relatos que cuentan cómo eran algunos de los que murieron en el vuelo 3142 de LAPA. A partir de las conversaciones con los familiares y amigos de las víctimas se podrá saber más sobre aquellos que perdieron la vida hace 25 años.
“Me enamoré apenas la vi. Era hermosísima”, dice en el libro Daniel Bojanich sobre su esposa Griselda Rico, quien murió cuando tenía apenas 25 años y un hijo. En tanto sobre Carla Carolina Franconi, de 26 años, su padre Ismael resalta que su pasión había sido la danza, hasta el punto de llegar a ser integrante del Ballet Oficial del Teatro San Martín y becaria del Teatro Colón.
Stéphane Fey, otro de los muertos, decía que era “un francés nacido en Córdoba”. María Miranda, su novia periodista, pasó con él sus últimos diez meses de vida. Stéphane conoció la provincia mediterránea y se olvidó para siempre de su país. Le gustaba el fútbol y se hizo hincha de Belgrano y de Boca. Hablaba “un francés con tonada cordobesa, o un cordobés afrancesado”. Era ingeniero en telecomunicaciones recibido en una universidad de París y de joven había acompañado durante seis meses a su padre, que era piloto de Air France, como comisario de abordo. “Conocía todo el mundo, pero había elegido este país para vivir. Quería ser argentino y amaba Córdoba”.
Sobre Verónica Paola Salvadores habla en el libro su hermano Pablo, quien la describe como “una artista” que había pasado por Bellas Artes y que regalaba dibujos, pinturas y esculturas a amigos y parientes.
En esas páginas impresas por última vez en 2001 Laura Andrea Pérez, de 33 años, es recordada por su madre Ana Almagro, quien habla de los dos besos que le dio a su hija, en su despedida, cuando viajó hacia Buenos Aires, desde donde jamás regresó porque fue una de las pasajeras muertas en el vuelo de la tragedia. “Ella siempre me preguntaba qué iba a hacer yo cuando ella muriera. ‘Yo me voy a morir joven’, me decía Andrea”.
Rodolfo Alabi fue quien caracterizó en el libro a su padre, Enrique, otro de los muertos en aquel lejano agosto de 1999. Alabi medía 1,86 m. Estaba casado con Marta y tenían tres hijos: Alejandra, Rodolfo y Diego. Le gustaba vestirse bien. Era un fanático de Los Beatles, tenía todos sus discos. Hincha también de los Rolling Stones, de River y de Belgrano, nunca fue muy apasionado por el deporte. El budín de pan podía más. Tan goloso era, que antes de embarcar en el vuelo de LAPA, comió tres postres, helado y flan, según comentó Roberto, el amigo con quien había viajado a Buenos Aires. Todavía se sienten su vozarrón y sus enormes carcajadas. “Se sentaba en un sillón a ver tele y hasta los vecinos lo escuchaban reír, era muy contagioso”, recordó Rodolfo.
En el libro a Jacqueline Rico la recuerdan su mamá, Mirtha, y su hija María Antonella, que tenía sólo dos años cuando ocurrió la tragedia. Era “una persona maravillosa, nunca triste, nunca callada”. Le decían “Cascabelito” y la describen como bellísima.
En otro de los retratos de las víctimas fatales se lee: “En el momento del accidente corrió hacia atrás. La azafata no podía abrir la puerta. Entonces, con mucho esfuerzo, él la ayudó. Tenía un carácter muy fuerte, estaba acostumbrado a manejar gente y organizó la evacuación”. Roberto Grasselli tenía 40 años, era contador, tenía una hija Natalia y otro, Federico, que nació meses después de la tragedia. Su esposa, Patricia Zanni, es la que relata lo sucedido dentro del Boeing, a partir de testimonios que recogió entre los que sobrevivieron a la tragedia. “No saben el coraje que tuvo”, repite una y otra vez Guillermo Silvestrini, uno de los que salieron vivos del revoltijo de llamas, hierros retorcidos, humo y oscuridad. En lugar de escapar de una muerte segura, Grasselli miró hacia atrás y decidió que antes de ponerse a salvo, tenía que ayudar a otros. Tuvo mala suerte, porque cuando se decidió a salir, una llamarada de fuego lo alcanzó. Poco y nada pudieron hacer los médicos: sus pulmones estaban heridos de muerte por el monóxido de carbono. A eso se le sumó que un 97% del cuerpo tenía quemaduras. Falleció a los pocos días y tal vez, a partir de la descripción de su heroísmo se convirtió en uno de los símbolos de los muertos en la tragedia de la que se cumplen 25 años.
Seis de los que se salvaron también contaron en el libro LAPA3142...el infierno por el que pasaron.
“Comprendí que el cielo y los árboles tienen una importancia enorme. Después de no verlos durante tanto tiempo, salís por fin a la calle y te das cuenta de que estaban ahí”, dice Marisa Andrea Beiró, sobreviviente. Después del accidente estuvo internada hasta el 17 de diciembre de 1999 en la ciudad de Buenos Aires. Luego fue llevada a una clínica de Córdoba. Pudo volver a caminar en abril de 2000. Al momento de la publicación del libro la habían operado 75 veces y todavía no había terminado su recuperación. Junto con seis compañeras había viajado a Buenos Aires para participar de una convención de la firma de productos de belleza Helena Rubinstein. Fue la única que regresó a Córdoba.
“Es muy difícil entender el dolor del otro. Perder un hijo, un padre, la novia con la cual pensabas pasar el resto de tu vida, son dolores muy profundos. Yo perdí mi integridad física, me faltan los pies y la mano (derecha) con la que escribía, con la que hacía todo. Yo desarmaba lo que se me cruzara, desde la agenda electrónica hasta la instalación eléctrica de mi casa, arreglaba el jardín”, dice Benjamín Buteler, otro de los que se salvó. En el vuelo de Lapa perdió a Daniel Damonte, uno de sus mejores amigos. “Yo estaba más muerto que vivo cuando Mauricio Domkim me sacó del avión. La vida es distinta después de un accidente así. Antes vivía a mil, y a veces en esa vorágine no disfrutaba de mis hijdos. Ahora todo me llama atención. La diferencia entre la vida y la muerte es muy frágil”, reflexiona.
Eduardo Martínez Carranza, que se salvó, dice en el libro que su mayor deseo es borrar de su mente la trágica noche del 31 de agosto de 1999. Tuvo fractura expuesta de tibia y peroné. Estuvo cuatro meses en silla de ruedas para luego volver a caminar con muletas. “También me quebré el hombro, me quemé las manos y la espalda. Todavía siento el dolor, pero hay cosas que no se ven y también me pasan: duermo pocas horas porque me desvelo”.
María Esther Hereñú no tiene dudas cuando dice que “sobrevivir no fue mejor”. Para salvarse, se tiró del avión en llamas. “Cuando me paré en el pasto, me cayó fuego sobre el pelo. Quise apagarme con las manos. Las apreté contra la pollera. Ardió la pollera, el cancan, las botas”. Llegó a pensar en esos momentos que todos iban a ser “un montón de cenizas mezcladas, un montón de NN”. Ya tuvo 70 entradas al quirófano (NdR: cuando se publicó el libro en 2000). También tuvo que sufrir el olvido de su novio, que jamás apareció luego de enterarse de que ella había sufrido cambios en su bello cuerpo. “Para no deprimirte, tenés que pensar que tu cuerpo es una camiseta, que lo importante está adentro”, dice que fue el consejo que recibió para empezar a salir.
El objetivo de aquel libro que se hizo a pulmón, y que es un testimonio ineludible a la hora de conocer lo que sucedió hace 25 años en el Aeroparque, es bastante simple: “No queremos que el caso se olvide”, dijeron los que lo hicieron. Y lo lograron.