Los sondeos de opinión pública son fundamentales para mejorar la comprensión de los complejos fenómenos democráticos.
Por Sergio Berensztein, en el diario La Nación
La reciente elección de mitad de mandato en Estados Unidos ratifica que los sondeos de opinión pública suministran una notable riqueza informativa para elaborar diagnósticos de cara a procesos electorales (la imagen de determinados líderes políticos, las prioridades de una sociedad en un momento determinado), enriquecer las propuestas y la narrativa de los contendientes e identificar las fortalezas y debilidades de los rivales. Son fundamentales para mejorar la comprensión de los complejos fenómenos democráticos, con problemas y personajes que irrumpen y requieren ser estudiados en profundidad. Sin embargo, no sirven para la imposible tarea de calcular ex ante, aun con un margen de error razonable, el resultado de una elección. Por eso, no fallan “los sondeos”, sino quienes les exigen algo que no pueden hacer. Es como esperar que una radiografía o una tomografía computada predigan la evolución de un paciente que sufre una patología determinada, cuando su función es ayudar a que un especialista elabore un diagnóstico. El viejo error de pedirle peras al olmo.
El pasado martes, contrariamente a lo que muchos suponían, no hubo una “ola roja” (un vendaval de votos a favor de los republicanos), pero sí un triunfo claro del GOP en la Cámara baja. Las expectativas de un resultado muy abultado quitaron trascendencia a una nueva derrota oficialista que siguió la tendencia sistemática de la gran mayoría de los comicios (en América Latina, la última vez que ganó el incumbente fue en Paraguay en 2018, aunque el precandidato del por entonces presidente Horacio Cartes había perdido las primarias con el actual mandatario, Mario Abdo). Los estrategas comunicacionales demócratas tuvieron la picardía de convertir una caída electoral en la Cámara de Representantes en una victoria simbólica. Aun así, la administración Biden logró la mejor elección de mitad de mandato en dos décadas, incluida la gestión de Obama, a quien recurrieron en los últimos tramos para vigorizar la campaña e inducir a participar a votantes propios enojados con la economía y las prestaciones de un gobierno que los había decepcionado. En esos segmentos parece haber funcionado el miedo a los deslizamientos autoritarios que podría haber implicado un triunfo republicano más rotundo.
Quedan pendientes la elección del senador por Georgia, que se definirá en segunda vuelta a comienzos de diciembre, y la del gobernador de Arizona, con una leve diferencia a favor de la demócrata Katie Hobbs sobre Kari Lake. Pero el mandato de las urnas es claro: moderación, diálogo dentro y entre los partidos y mayor equilibrio entre los poderes. Los demócratas controlaban la Casa Blanca y ambas cámaras. Ahora perdieron por lo menos la de Representantes. Este “gobierno dividido” obliga a negociar la agenda parlamentaria hasta que se logren consensos fundamentales. El GOP ejerce un control más estricto, en especial de las prioridades en términos de gasto público, pero debe evitar una parálisis para que la administración Biden no aparezca como víctima de tácticas extremas. Muchos presidentes reelectos a pesar de haber obtenido magros resultados en los comicios de mitad de término usaron con inteligencia ese ardid político-comunicacional.
Al eventual nuevo titular de la Cámara baja y reemplazante de Nancy Pelosi, el californiano Kevin McCarty, le costará lidiar con un cuerpo tan dividido. El denominado “squad” demócrata (seis representantes pertenecientes al ala izquierda dura del partido) fue ratificado con comodidad en sus distritos, entre ellos Alexandria Ocasio-Cortez (AOC), controversial vocera de las posiciones más radicalizadas del ecosistema progre/políticamente correcto conocido como “woke”. El republicano Ron DeSantis, reelecto con holgura como gobernador de Florida y estrella naciente de su partido (en especial luego de la decepcionante cosecha de Trump, a quien podría enfrentar en las próximas primarias), se posiciona en el otro extremo como un cruzado antiwoke. Esto sugiere que están dadas las condiciones para que se profundice la guerra cultural y mediática que fragmenta la sociedad y la política norteamericanas.
Muchos votantes demócratas expresaron su preocupación por la supervivencia del sistema democrático y por el aborto. La mayoría de los republicanos priorizaron el incremento de la criminalidad y el descontrol en la frontera sur, por la que habrían entrado más de cinco millones de inmigrantes ilegales desde que Biden asumió en enero de 2021. El 75% del electorado destacó la inflación y la errónea dirección de la política económica. Sin embargo, fue un comicio sin denuncias de irregularidades que deja un liderazgo más diverso y multicultural: nunca hubo tantas mujeres, afronorteamericanos, latinos y miembros de la comunidad Lgbtqi+ en posiciones de alta responsabilidad. Todas esas partes deben ahora acordar en la defensa de las reglas del juego democrático, garantizando la transparencia del proceso electoral (regulada a nivel estadual). Muchos aun consideran –de manera infundada– que hubo fraude en 2020. Otros creen que la manipulación en la definición de distritos (gerrymandering, lo que pretende hacer Axel Kicillof uniendo La Plata con Berisso y Ensenada) para la elección de representantes tergiversa la competencia democrática. Queda pendiente el desafío de despejar dudas y hacer las modificaciones para evitar cuestionamientos sobre la legitimidad de origen de los futuros gobernantes.
La inflación en el mundo parecía hasta hace poco un mal recuerdo lejano. Hoy se convirtió en una obsesión para los ciudadanos, las elites económicas y políticas y los principales bancos centrales. Una “mirada argentina” podría argumentar que se trata de una sobreexageración ya que está “apenas” en torno al 10% anual. Pero la teoría económica, la experiencia histórica y el sentido común advierten que la reacción ya es tardía y que no debe temblar el pulso a la hora de volver a vencerla. Más aún, los países que sufrieron el trauma de la hiperinflación hacen enormes esfuerzos para no repetir la historia. Alemania nunca olvidó la República de Weimar ni las consecuencias ulteriores de su caída y se transformó luego de la Segunda Guerra Mundial en una de las naciones que más hizo por defender la estabilidad. En nuestra región, Chile lleva medio siglo desde la escalada que contribuyó a debilitar el gobierno de Salvador Allende, creando las condiciones para el golpe militar de 1973. Gabriel Boric encuentra en ese pasado el principal límite para su agenda reformista. En Perú, donde las crisis de legitimidad y gobernabilidad son permanentes, se mantiene a rajatabla la independencia del Banco Central y una política fiscal bastante responsable. Incluso en Bolivia, con un populismo fuerte alineado con el castro-chavismo y simpatizante del régimen iraní, se evitaron grandes desvíos macroeconómicos dado el drama que vivió con la inflación.
La Argentina, disfuncional y autodestructiva, tomó el camino inverso: poco más de una década luego de las hiperinflaciones de 1989-1990, Néstor Kirchner nos sumergió en la irresponsabilidad fiscal y monetaria, con la complicidad de buena parte del arco político y la dirigencia empresarial y el acompañamiento electoral de gran parte de la sociedad, a pesar de que la economía crecía de manera robusta. Una vez más, quedamos presos del cortoplacismo y la obsesión por la acumulación de poder personal en lugar de privilegiar una visión estratégica de mediano y largo plazo con el objetivo de crear riqueza y distribuirla de manera equitativa y sustentable en beneficio del conjunto de la sociedad.