El 27 de enero de 1945 se produjo la liberación del mayor campo de concentración del nazismo.
El 27 de enero de 1945, hace 75 años, las tropas soviéticas ingresaron al campo de concentración de Auschwitz. No fue el primer campo en ser liberado. Hacía unos meses que los soviéticos, también por el Frente Oriental, se habían topado con Majdanek. El apuro de los nazis impidió que pudieran destruir las evidencias de la masacre inimaginable.
Auschwitz se convirtió en el símbolo del horror. Al oír su nombre se lo asocia inmediatamente con lo peor del Siglo XX. Por eso su liberación se convirtió en una fecha clave, sin importar si fue el primero.
La cantidad de víctimas que produjo es abrumadora.
Lo que conocemos como Auschwitz en realidad es más que un mero campo de concentración. Era un vasto complejo de campos que se fue ampliando con el correr de los meses. Auschwitz I fue el sector inicial y concentró las tareas administrativas; Auschwitz II- Birkenau fue campo de concentración y de exterminio; Auschwitz III- Monowitz fue un brutal campo de trabajo esclavo.
Además, hubo alrededor de 40 establecimientos satélites. A menos de 50 kilómetros de Cracovia, varios miles de hectáreas situadas en territorio polaco ocupado por la Alemania Nazi convertidas en el mejor y el más terrible exponente de la determinación de Adolf Hitler de aplicar la Solución Final. En Auschwitz fueron asesinadas más de un millón de personas, la mayoría de ellos judíos.
Funcionó menos de 5 años desde su inauguración el 20 de mayo de 1940.
El sistema concentracionario estaba bajo el mando de Heinrich Himmler y las SS. Desde un inició, Auschwitz fue manejado, con brazo despótico, por Rudolf Höss, alguien que había estado ya en otros campos de concentración. Esa experiencia lo llevó a intentar convertir a Auschwitz en una eficiente máquina de trabajo esclavo y de aniquilación.
De Dachau exportó la idea de los Kapos, de prisioneros que estuvieran a cargo de las barracas y de los pelotones de esclavos, que bajaran las órdenes dadas por los soldados alemanes y se convirtieran en una primera línea para sojuzgar. La otra idea que copió Höss fue el cartel de ingreso en el pórtico de entrada: Arbeit Macht Frei. El trabajo los hará libres. Si alguien no conociera a los nazis podría pensar que eran los reyes del sarcasmo.
El campo fue creciendo muy por encima de los cálculos previos. La voracidad de Hitler, el buen acceso por la red ferroviaria, el aumento de las deportaciones y la necesidad de generar nuevas industrias a raíz de la guerra hicieron que la población y las matanzas crecieran exponencialmente. Höss (y su ambición) estaban dispuestos a recibir todo lo que le enviaran.
En la estación se procedía a la selección: los aptos para el trabajo (que muy poco tiempo después dejarían de serlo) y los que no. Estos últimos irían, engañados, directamente a la cámara de gas. Había una tercera categoría: los que ni siquiera llegaban a bajar del vagón, los que habían muerto hacinados, de frío y de inanición en el trayecto.
Luego el despojo de sus pertenencias (las deportaciones y los campos fueron además un enorme sistema de saqueo), el número tatuado (ya ni el nombre les quedaba), el paso por la peluquería para raparse, los uniformes raídos.
Después el trabajo a destajo, la mala alimentación, los maltratos, los castigos, la falta de higiene, el hambre, los experimentos médicos, el frío atroz, las enfermedades. Un mecanismo criminal en el que todo se conjuraba para restarle dignidad a la persona, para quitarle hasta el último vestigio de humanidad al ser humano.
Auschwitz fue creciendo. Los métodos asesinos fueron evolucionando. Debían resolver varios problemas logísticos. Los fusilamientos eran costosos e incómodos y los soldados quedaban afectados moralmente. Los camiones con monóxido de carbono, primero. Después, la alegría de Höss al creer que había encontrado el mecanismo perfecto. Uno de sus subalternos, Karl Fritzsch propuso el uso de Zyklon B en las cámaras de gas. Entonces hubo que construir enormes crematorios para deshacerse de los cuerpos. Como escribió Paul Celan en su poema: De Auschwitz sólo se salía por la chimenea.
Pero en el último tiempo, luego de la Operación Höss en la que a mediados de 1944, con el destino de la Guerra ya jugado, se decidió eliminar a 450 mil húngaros, las instalaciones no dieron abasto y debió recurrirse otra vez a las fosas comunes y a los cadáveres encimados a la vista de todo el mundo.
Los Aliados tenían conocimiento de las atrocidades. Algunos pocos prisioneros se habían logrado escapar. Se calcula que el número de fugados no superó los dos centenares de personas. Aunque hubo más de 700 intentos. El castigo para el que intentaba fugarse era atroz dentro de un mundo atroz. Se lo condenaba a una muerte dolorosa y lenta, por lo general por inanición, a la vista de todo el mundo. A eso se le sumaba el asesinato de sus familiares y de un gran número de detenidos. El castigo pretendía ser aleccionador.
Aunque todos supieran que nada se podía aprender en Auschwitz. Además del testimonio de esos pocos sobrevivientes, que muchos se resistían a creer -les parecía inverosímil tanta maldad aún en el marco de la Segunda Guerra Mundial-, los Aliados contaban con la información de los pilotos norteamericanos que habían sobrevolado la zona (de hecho algunas fábricas de Monowitz fueron bombardeadas y destruidas a fines de 1944). Pero la dimensión horrorosa de lo que sucedía en los campos se conocería a partir de la liberación de los mismos.
El 27 de enero de 1945 una patrulla de soldados soviéticos comandada por Anatoly Shapiro, ucraniano, ingresó a Auschwitz.
Con una solemnidad que no venía al caso, Shapiro le dijo a los primeros sobrevivientes con los que se cruzó: “Somos el Ejército Soviético, quedan liberados del dominio alemán”. Estos seres conservaban poco aspecto de personas. Eran espectros envueltos en harapos, esqueléticos, con miradas sin vida, deambulando entre la nieve y la hambruna feroz. Que los pocos que hablaran lo hicieron en una desmedida variedad de lenguas ayudaba a aumentar el pavor: los sobrevivientes de una infame Torre de Babel.
Varios soldados rusos quisieron escapar. La guerra los había curtido, había extendido sus umbrales de dolor y de asco, pero lo que estaban presenciando, ese paisaje inhumano que estaban recorriendo superaba los límites de lo imaginable y soportable. El horror, el horror.
El olor era insoportable. Era una presencia física. Era sólido, una trompada en medio de la cara. Como un mar helado, no permitía que nadie pasara en él más de cinco minutos. Un hedor conformado por cadáveres, excrementos, alimentos putrefactos y suciedad. El olor a la muerte.
Shapiro tuvo que recordarle a sus soldados que tenían un deber que cumplir. Algunos de los sobrevivientes se acercaban a ellos y atinaban a tocar la estrella roja de su uniforme: necesitaban cerciorarse de que no estaban alucinando, palpar que era una realidad que había llegado alguien para rescatarlos del infierno.
En enero de 1945 las tropas soviéticas tomaron gran velocidad en el frente oriental. Progresaban casi sin oposición alemana. El avance fue más veloz que lo esperado. Eso hizo que, el 17 de enero, los nazis decidieran evacuar Auschwitz, el complejo de campos de concentración y de exterminio más grande y brutal de todos los que diseñaron los nazis. Ya en los meses previos, en la segunda mitad de 1944, habían desmontado su fábrica de muerte más eficaz, Birkenau, el campo de exterminio.
No querían que sucediera como en Majdanek donde los aliados encontraron las cámaras de gas intactas. A pesar de eso, Auschwitz siguió funcionando varios meses más con su eficacia habitual. Que la derrota en la contienda bélica fuera inminente e indetenible no evitaba que los nazis siguieran matando. Hasta parecería que cuanto menos esperanzas tenían más aumentaba el morbo del asesinato.
Un dato revelador: cuanto más perdidos estaban los alemanes, cuanto más inminente era la derrota, más reclusos tenían.
Con varios campos cerrados, con otros en vías de evacuación, las autoridades alemanes, el 15 de enero de 1945, 3 días antes del abandono de Auschwitz, registraron 714.211 detenidos en su sistema concentracionario. Un número sin precedentes. Con el agravante, si eso fuera posible, que los que seguían en funcionamiento, se encontraban en el peor estado de hacinamiento posible dado que recibían los de los campos que iban siendo clausurados y destruidos.
Ese 17 de enero alistaron a sus oficiales y soldados y arrearon a todos los cautivos que no estuvieran gravemente enfermos. La evacuación iba a ser a pie.
Les dijeron que se trataba de un camino de no más de 3 kilómetros y que luego, en trenes, serían derivados a nuevos campos. Empezaba la Marcha de la Muerte. Ese éxodo, esa fuga se convirtió en una nueva ocasión de muerte. De masacre. Por los caminos helados, en las peores condiciones físicas, sin víveres, con los pies descalzos o apenas enrollados en telas o cubiertos por zapatos repletos de agujeros, los peregrinos forzosos iban cayendo en la ruta. Los que se retrasaban eran fusilados por los soldados; otros sólo caían muertos por el esfuerzo y la debilidad y eran dejados tirados en medio del camino.
Se calcula que alrededor de un tercio de los 60 mil que iniciaron la marcha murieron en ese recorrido infame de 10 días. Luego otros tantos perderían la vida en los trenes que los depositarían en otros campos de concentración que se encontraban más adentro del territorio alemán, más alejados de las tropas aliadas. Thomas Buergenthal, un sobreviviente reflexionó sobre los motivo que le permitieron evitar la muerte: “Si hay una sola palabra a la que he llegado una y otra vez, no es otra que suerte”.
Mientras tanto en Auschwitz habían quedado 7.000 personas. Eran los desahuciados, los que estaban demasiado enfermos para iniciar la marcha. Los primeros días nada cambió para ellos. El temor seguía instalado reforzado por la presencia de algún guardia alemán que todavía vigilaba la instalaciones. Pero con el paso del tiempo fueron saliendo de las barracas para recorrer el campo en busca de alimentos, medicinas y abrigo. Quienes morían eran dejados en el mismo lugar que caían. Había una fosa abierta pero los cadáveres desbordaban de ella. Además acarrear un cuerpo insumía un esfuerzo que casi nadie podía encarar. Muchos menos tratar de cavar una fosa sobre el suelo helado. Los muertos eran tantos que parecía imposible darle sepultura a todos; mejor dejarlos donde estaban y tratar de aprovechar sus ropas y zapatos. Si bien el frío intenso era un problema, por otro lado traía algo de alivio. Cuando comenzara el deshielo los cadáveres se pudrirían, se quedarían sin el agua que obtenían de derretir la nieve, el hedor sería insoportable y las infecciones se diseminarían con mayor facilidad todavía.
En Monowitz habían quedado menos de 800 enfermos, casi el 10 % del total. Uno de ellos era Primo Levi, el autor de la trilogía excepcional sobre su experiencia en los campos de exterminio: Si esto es un hombre, La Tregua y Los Hundidos y los Salvados.
En el final de Si esto es un hombre Primo Levi narra esos días en los que tratan de sobrevivir, esos días de limbo luego de la partida de los alemanes. Enfermo de escarlatina, la fiebre y la extrema debilidad impidieron que pudiera dejar el campo. Con él había enfermos de tifus, difteria y otros males que amenazaban seriamente su vida. Algunos debían compartir litera. Levi y dos franceses salieron, cómo pudieron, a recorrer el campo. Encontraron dos bolsas de papas, maderas para tapar una ventana rota y una estufa en condiciones de funcionar. Cuando regresaron compartieron sus hallazgos con sus compañeros de convalecencia. Uno de los postrados propuso a los demás de la barraca- enfermería entregar parte de su ración de pan a los tres que habían conseguido esos beneficios para que recuperaran fuerzas.
Escribió Primo Levi: “Sólo un día antes un acontecimiento semejante habría sido inconcebible. La ley del Lager decía: ‘Come tu pan y, si podés, el de tu vecino’, y no dejaba lugar a la gratitud. Quería decir que el Lager había muerto. Fue aquel el primer gesto humano que se produjo entre nosotros”.
En ese gesto mínimo, en la reaparición de la gratitud, Levi encuentra el momento fundante. Ellos, los que no habían muerto, pero habían sido deshumanizados, a partir de ese instante volvían a ser hombres.
La llegada de los rusos ese 27 de enero a Auschwitz fue diferente al descubrimiento de los otros campos de concentración de meses anteriores. Esos estaban vacíos, sin prisioneros; sólo había vestigios del horror. Ver corporizada la barbarie en esos seres sin alma, en condiciones infrahumanas, en los cadáveres dispersos por todo el lugar, desarmó las defensas de los duros y curtidos soviéticos. Hasta a ellos los impresionó.
Se sabía de la existencia de los campos y se sospechaba de su crueldad. Pero lo que encontraron superó toda previsión. Nadie nunca había estado para ese panorama terrorífico.
Meyer Levin, un periodista que acompañaba a las tropas norteamericanas, escribió meses después, luego de ingresar a Dachau: “Lo sabíamos. El mundo había oído hablar de ello. Pero hasta ahora ninguno de nosotros lo había visto. Fue como si al fin penetráramos en el lado oscuro del corazón, en el más despreciable interior del corazón maléfico”.
La llegada de los aliados a los campos de concentración no logró detener las muertes. Las condiciones sanitarias distaban de ser buenas y el trabajo era ingente. El número de enfermos era desmesurado, muchos de ellos incurables. Los médicos no daban abasto. El estado de deterioro era tan avanzado que muchos no aguantaron la primera comida abundante (o tan solo normal) que les brindaron. Su estómago no estaba preparado luego de meses de inanición.
El 27 de enero, recordando la liberación de Auschwitz por la llegada de las tropas soviéticas, se celebra el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto. Sin embargo la situación estuvo lejos de terminarse ese día. Muchos otros campos siguieron funcionando. Los alemanes insistieron hasta el fin. El traslado de los cautivos de un lager a otro, a campo traviesa, bajo el frío polar, en trenes descubiertos, demuestra que deseaban continuar peleando, que no se resignaban a perder toda esa fuerza (anémica, dada las condiciones de cautiverio a la que sometían a sus víctimas) de trabajo esclavo.
Por el frente occidental norteamericanos e ingleses llegaron a otros campos varios meses después. El cuadro era el mismo. El documental de George Stevens que registra esas imágenes pavorosas puede verse en Netflix.
La liberación de los campos de concentración enfrentó al mundo con una situación que no había contemplado. Con un sistema de muerte inmisericordioso, brutal, industrial, masivo y anónimo. Un sistema que deshumanizaba a las víctimas y les sacaba todo lo que podía. Hasta lograr quedarse con su vida aún sin matarlos.
Un sistema que produjo 11 millones de muertes.
Esos seres heridos por siempre, esos escasos que habían sobrevivido, habían perdido a toda su familia, les fue negada la dignidad y el trato humano durante años, demostraban en su extrema delgadez, en su desnudez, en los ojos muertos, en su ausencia de reacción, el producto del horror. Ellos eran la excepción. Los pocos que habían quedado. El resto estaban en las cenizas, en zanjas, amontonados desnudos en pilas sin orden por todos los rincones de los campos o en las montañas de ropas y zapatos que descansaban en enormes depósitos.
Fuente: Infobae