James Cameron continúa atrapado en Pandora en una entrega que, además de alguna espectacular secuencia de acción, ofrece más (y más) de lo mismo.
Por Ricardo Rosado
Para Fotogramas
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James Cameron continúa atrapado en Pandora. Con la única novedad de la tribu comandada por Oona Chaplin, 'Avatar: Fuego y ceniza' insinúa lo interesante que podría ser una saga que, rendida a la inercia, estrena un remake de su capítulo anterior. Incluso teniendo en cuenta las secuencias más imponentes, como el espectacular asalto a la ciudad/refinería humana, uno no puede evitar recordar la contundencia de las obras pasadas del cineasta que redefinió el concepto de secuela con títulos como 'Aliens: El regreso' (1986) y 'Terminator 2: El juicio final' (1991), además de filmar el canto del cisne del cine de acción noventero con 'Mentiras arriesgadas' (1994).
Pese a las cifras, querríamos poder esperar de Cameron más que un estirado chicle azul con trucos de feria fallidos, como el insulso 3D o los nada cinematográficos 48 fotogramas por segundo.
Los Na’vi se enfrentan a los problemas de siempre y, mientras diferentes secundarios son raptados aquí y allá, la nitidez de los nativos contrasta con los humanos, figuras que hacen que el conjunto parezca la cinemática con la que nos entretienen en la cola de un parque temático. Mientras tanto, la cultura popular sigue pasando de largo, obviando cualquier impacto de un universo que, más allá de su marca en la taquilla, es incapaz de escapar del olvido al que estará condenado tras el primer traspiés monetario.
La ausencia de tramas que nos hagan pensar en Jake Sully como algo más que un punto de referencia a que mirar es el problema de una aventura que, tres lustros después, nos ahoga en un mar de situaciones repetidas, personajes desdibujados y paisajes reciclados.
Por mucha iridiscencia que emitan las plantas, su catálogo de diseños intercambiables y fondos renderizados rodean al espectador durante más de tres horas, tras las que volver al mundo real absolutamente intactos.