Reformas sin inclusión: el riesgo de repetir la historia.
Por Agustín Salvia, en diario Clarín
Mientras el Gobierno avanza en el diseño de una nueva agenda de reformas estructurales, el desafío no sólo es económico, sino también social. En un país que acumula décadas de estancamiento y desigualdad, las transformaciones de segunda generación —en materia laboral, tributaria y previsional— solo tendrán sentido si logran traducirse en movilidad, inclusión y desarrollo humano.
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El escenario político-económico abierto tras las elecciones de medio término ofrece, en este contexto, una oportunidad histórica para abordar en perspectiva de futuro la siempre postergada agenda de las deudas sociales.
Para no desaprovecharlo, resulta imprescindible un acuerdo político que otorgue contenido social al anunciado plan de reformas estructurales. Ello exige acuerdos distributivos y nuevos mecanismos de coordinación entre los intereses de los agentes económicos y el necesario papel regulador del Estado.
El régimen político-económico de la posconvertibilidad, por su descontrol macroeconómico, no sólo perdió de vista la agenda social, sino que también generó efectos corrosivos de inmovilidad, empobrecimiento y marginación. En este sentido, la compleja y regresiva “herencia recibida” es real, pero no por ello la agenda social debe quedar fuera del debate ni de los acuerdos políticos que requiere nuestro autodestructivo derrotero nacional.
Es probable que, sin un quiebre político-económico como el actual, el presente social fuese aún peor para los sectores más pobres. El cambio de rumbo del gobierno logró detener la crisis aguda, aunque, una vez más, los costos sociales del ajuste recayeron principalmente sobre las clases medias y trabajadoras, con pocas herramientas para generar soluciones autónomas ante una economía estructuralmente recesiva.
Las medidas de devaluación, liberación de precios y ajuste fiscal lograron estabilizar la economía y abrieron la posibilidad de una recuperación más rápida de lo esperado. En el haber se cuenta la caída de la inflación y una mayor estabilidad macroeconómica.
Pero, si bien lo peor ya pasó, tal como se advirtiera a mediados de 2024, “todavía no hay mucho para festejar”: las deudas sociales persisten en forma de déficit de empleo, salud, educación y vivienda que afectan a más de uno de cada tres hogares argentinos. En muchos sentidos, estamos tan mal como cuando estábamos mal, aunque mejor que lo que podríamos haber estado sin el cambio de rumbo. A la vez, la sociedad sigue esperando con soberana paciencia la luz de un futuro mejor.
Por eso, la agenda de reformas de segunda generación que propone el gobierno quedará desdibujada —o incluso, habrá de tener efectos contraproducentes a nivel económico y político— si no logra incorporar objetivos de movilidad, equidad e integración social, así como mecanismos para gestionar los efectos regresivos que dichas reformas pueden generar. Por sí misma ninguna reforma institucional genera de desarrollo ni equidad social, pero sí puede abrir la posibilidad de generar “reglas de juego” a manera de políticas de Estado.
¿La modernización laboral contribuirá a crear más y mejores empleos de calidad para los trabajadores informales, o sólo servirá para precarizar y reducir salarios formales?
¿La reforma tributaria reducirá impuestos de forma progresiva, apuntalando inversión, consumo y responsabilidad fiscal subnacional, o volverá a recaer sobre el consumo de los más pobres y las clases medias?
¿La reforma previsional garantizará un sistema de salud y seguridad social universal, con pisos de inclusión y techos de beneficios adecuados, o profundizará los privilegios corporativos y la exclusión previsional?
El momento actual podría marcar el inicio del fin de un largo ciclo de decadencia, fragmentación y empobrecimiento. Para ello, se necesita poner en marcha una economía productiva y estable, capaz de generar más valor agregado, mejores empleos y genuina capacidad de consumo y protección social. Ese bien puede ser nuestro próximo horizonte, pero a no engañarnos, ni pretender engañar a nadie: aún estamos lejos de lograrlo.
En su versión más radical, la perspectiva libertaria puede ser transformadora y justiciera; en su versión más temerosa y conservadora, corre el riesgo de devenir en una farsa. La crisis social que atravesamos es resultado de décadas de políticas fallidas y desequilibrios mal gestionados por proyectos hegemónicos de distinto signo.
Nada de eso merece ser reivindicado, pero tampoco repetido. El amargo presente nos exige, una vez más, un nuevo e innovador acuerdo político y social con visión estratégica y capacidad de integrar desarrollo económico con justicia social. Solo así, las reformas dejarán de ser ajustes de corto plazo para convertirse en verdaderas políticas de desarrollo e inclusión social.