El presidente de EE.UU. dijo que la Argentina luchaba por su vida. No fue original. Una idea que recorre casi un siglo de historia argentina.
Por Gonzalo Abascal
Para Clarín
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Argentina está luchando por su vida. ¿Entienden lo que eso significa? No tienen dinero... no tienen nada. Están luchando muy duro por sobrevivir”, sentenció Donald Trump, y sus palabras provocaron un cierto escozor compartido. ¿Por qué habla del país? ¿Con qué derecho?
Cualquiera podría responder que porque está aportando unos 40.000 millones de dólares, y esa "gentileza" lo habilita a una opinión. También puede pensarse, y sería lo más probable, que simplemente lo dijo porque le gusta hablar y lo hace con su estilo siempre al borde del equívoco.
La incomodidad (nuestra incomodidad) puede nacer en la disonancia de una definición que choca de frente con la extendida creencia, aprendida desde la escuela, en la Argentina potencia.
¿Cómo va a morir un país condenado al éxito, que tiene todo, el país de los campeones del mundo? ¿Acaso no fuimos "la primera potencia mundial a fines del siglo XIX”, según repite Milei? ¿No somos en verdad esa grandeza, y esta malaria es apenas pasajera?
¡Qué sabe Trump! ¡Está loco Trump!
En verdad, tal vez no esté loco y sólo haya repetido una idea que, con matices pero básicamente igual, expresaron sucesivos presidentes argentinos, y que circula en la conciencia colectiva como un presagio desde hace más de medio siglo.
La creencia de la Argentina al borde de la muerte, la desintegración, el colapso, el abismo, la descomposición y todas las semejanzas posibles, no es de Trump, claro que no. Es de autoría local, y un repaso permite confirmar que sobrevive como parte del sentido común. La otra cara de la moneda: de un lado, la ilusión de lo extraordinario; del otro, el temor de la desaparición.
Ya Perón, en los violentos días previos al golpe de septiembre de 1955, anticipaba “la destrucción de la patria” si triunfaba el enemigo. Y los opositores lo acusaban de ser el responsable de destruir a la Argentina.
Se puede ir más lejos, pero aquel año configura un buen punto de partida porque conecta directo con el presente.
Casi 30 años después, Raúl Alfonsín asumía la democracia recuperada con una advertencia: “Venimos de las ruinas, de un país devastado”. Y apelaba a un milagro como posibilidad descriptiva de la realidad. “Debemos resucitar a la Argentina”, convocaba a la fe colectiva, al tiempo que confirmaba que la Argentina rica había perecido.
La sucesión de metáforas críticas no termina.
“Recibimos un país en terapia intensiva”, afirmó Carlos Menem, con algo más de esperanza y alejando a “la parca” del destino nacional. “La Argentina está enferma, pero tiene fuerzas para curarse”, intentaba el optimismo.
No duró para siempre. “Estamos en riesgo de desintegración social y de pérdida de la Nación”, advirtió De la Rúa en el Congreso, en marzo de 2001.
“La patria está en peligro”, reiteró la amenaza Duhalde, apenas unos años después. Y volvió sobre la posibilidad de la “desintegración”.
Néstor Kirchner no fue original: “la Argentina se estaba muriendo y la pusimos de pie”. Y como un Dios autopercibido se adjudicó el milagro: “Resucitamos una nación que muchos daban por muerta”, afirmó. La resurrección fue una ilusión de los fanáticos.
La idea de la muerte cercana ocupó otra vez el centro del discurso: “La Argentina está al borde de la muerte. La han matado 100 años de decadencia. O cambiamos o morimos”, dijo Milei al asumir.
¿Cuál es la novedad de los dichos de Trump? Apenas la audacia y el ruido de que lo diga un presidente extranjero. En la Argentina la idea de un país al borde de la muerte, la desintegración y el abismo viene de lejos. Un presagio que no se cumple, claro; pero se niega -o nos negamos- a dejar atrás.