Zach Cregger, director y guionista, no solo sabe tensar la cuerda, sino soltarla en el momento justo para que el espectador se quede entre el escalofrío y la carcajada.
Por Blai Morell
Para Fotogramas
HACÉ CLICK AQUÍ PARA UNIRTE AL CANAL DE WHATSAPP DE DIARIO PANORAMA Y ESTAR SIEMPRE INFORMADO
Tras el pelotazo que supuso 'Barbarian', Zach Cregger nos trae una película con vocación de matrioska endemoniada: cuando crees haber pillado por dónde va, saca otra. Y luego otra. Y otra más. 'La hora de la desaparición' es de esas películas que hacen que te reconcilies con el género. Con el cine. Con la idea de que todavía queda espacio para el riesgo, la rareza y la incomodidad bien entendida. Como su anterior film, pero más ambicioso, más complejo, más desquiciado. Y sí, más fascinante. Lo que aquí nos ofrece no es un film de terror al uso. Ni un thriller psicológico. Ni un drama sobre el duelo. Ni un rompecabezas temporal, en este caso con seis personajes que orbitan alrededor de un suceso trágico del que apenas se dan pistas. Pero es todo eso a la vez.
Cregger monta un relato coral (y fracturado) a medio camino entre ‘Magnolia’ de Paul Thomas Anderson con trauma compartido y un thriller psicológico con toques de sátira suburbana con aires que gravitan entre Cronenberg y Denis Villeneuve, y que orbita alrededor de un suceso que no se enseña del todo, pero cuya sombra es tan densa que parece tragarlo todo. Pero en lugar de explicarlo, prefiere insinuarlo. Y en lugar de llevarte de la mano, te empuja a la piscina. Con ropa y en invierno a 10 bajo cero. Lo curioso —y lo brillante— es cómo la película juega contigo. No solo narrativamente, con cambios de punto de vista, de tono y hasta de género, sino también emocionalmente. Porque cuando no estás incómodo, estás confundido. Y cuando no estás confundido, te estás riendo. Pero con la sensación de culpa. Como si algo dentro te dijera: “esto no deberías estar disfrutándolo tanto”. Y ahí, en ese desequilibrio perfecto entre lo siniestro y lo gamberro, es donde 'La hora de la desaparición' se luce.
El humor, negro negrísimo, perverso, casi demente, aparece en los momentos más inesperados. Una frase. Un corte de plano. Una decisión narrativa completamente fuera de lugar… que resulta ser exactamente la adecuada. El director y guionista no solo sabe tensar la cuerda, sino soltarla en el momento justo para que el espectador se quede entre el escalofrío y la carcajada. Y no siempre se sabe cuál viene primero. Y el desenlace, absurdo, brillante y perturbador a la vez, convierte el clímax en un acto de equilibrio entre lo grotesco y lo sublime. Una jugada arriesgada que no resuelve todos los enigmas, pero, por una vez, totalmente justificada. Porque es el humor negro lo que da su carácter único. Estas pinceladas de cinismo, lejos de romper la tensión, la potencian, como si la película nos invitara a reír ante el abismo mientras nos empuja hacia él. Además, con esa valentía para habitar un espacio propio, la película no se conforma con sustos fáciles, que los hay para reírse de y con ellos; y construye un universo que desafía al espectador a descifrar sus intenciones mientras se deja envolver por su atmósfera.
El reparto es el cimiento que sostiene esta atmósfera: Josh Brolin, Julia Garner, una irreconocible Amy Madigan… aunque no todos tienen el mismo peso dramático. Pero es un mal menor. Porque lo que la sostiene no es tanto la historia –ni sus giros, ni sus escasas explicaciones, ni su lógica– sino la atmósfera. Visualmente, el film es muy poderoso. Cada plano respira amenaza. Cada esquina parece esconder algo. Y la sensación de paranoia, de que hay alguien (o algo) observando, se vuelve tan opresiva como hipnótica. La decisión de incorporar imágenes de cámaras de seguridad, de convertir al espectador en una suerte de voyeur incómodo, funciona a la perfección. Construyendo así esa atmósfera perturbadora sin necesidad de efectismos. Cada escena transmite la sensación de que algo terrible está a punto de pasar… y a veces pasa. Otras, no. Y cuando pasa, no es lo que esperabas. Es peor. O mejor. Según se mire.
Por supuesto, no todo encaja. El guion es ambicioso y rompedor, sí, pero también algo tramposillo. Hay piezas que no terminan de ensamblar, algunas decisiones forzadas, pistas que no llevan a ningún sitio o simplemente hilos argumentales que se sueltan sin remedio. Como si Cregger confiara tanto en el poder de lo que sugiere que olvidara terminar de atar algunos cabos. Lo que no impide que el viaje sea adictivo. Pero sí deja esa sensación de "¿y si lo hubiese rematado del todo?".
Así pues, no cabe duda de que estamos ante una joya que no es perfecta. Pero sí perversa. Y en estos tiempos, eso se agradece –aprende, Ari (gafap) Aster–. Un portento que no teme mostrar sus aristas y que impacta con una fuerza que resuena más allá de la pantalla, recordándonos por qué el mejor cine de género no solo asusta, sino que nos confronta con las sombras de nuestra propia percepción, y además, sigue siendo un espejo de nuestras propias inquietudes.
Para amantes del cine de terror incómodo y con cierta sorna.