El presidente dijo que ya no usará insultos. Difícil de creer cuando esa fue una característica central de su candidatura y su gestión.
Por Gonzalo Abascal
Para Clarín
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Hasta fines de febrero pasado, y según verificó el sitio Chequeado, Milei había insultado 1.051 veces, a razón de 2.4 insultos por día. Si tomamos ese promedio, y lo proyectamos hasta fines de julio, tendríamos 367 insultos más.
Lo de insultos es, ciertamente, relativo. En esa categoría aparecen, sin dudas, las palabras pelotudo (con la que atacó a Kicillof), puta, mierda y sorete.
Muchas otras, como mandril, pautero, wok, rata, kuka, esbirro, basura, ensobrado, burro, limitado y hasta culo, que encadenó a lo largo de casi dos años, no son estrictamente insultos, pero sí términos que, acompañados de un tono y en un contexto, sonaron incluso peor, como descalificaciones violentas.
Al listarlas queda claro que Milei construyó, alrededor de su lenguaje, una parte distintiva de su figura pública, y que los insultos no fueron meramente un accesorio, sino un elemento esencial de su instalación como candidato, y luego de la gestión.
Una mirada a los apuntados por las descalificaciones completa el croquis: los políticos (sobre todo los legisladores), los medios, los periodistas y los economistas críticos fueron los elegidos las más de las veces. Un grupo que Milei pretendió desacreditar bajo el concepto de "la casta".
A la vista de estos datos, que el presidente haya dicho "voy a dejar de usar insultos" no es menor, aunque en estos días todo haya que leerlo como una acción preelectoral, y seguramente alguna encuesta sugirió la conveniencia de bajar el tono. (Es interesante también pensar porque dice "usar insultos" y no insultar, como si así los despersonalizara de un agredido en particular y les diera el carácter de herramientas que sólo utilizó con otro objetivo).
Una primera pregunta surge de inmediato: ¿Milei seguirá siendo Milei, como animal político y popular, sin esa característica?
El presidente manifestó su intención como una concesión a quienes lo cuestionan por sus excesos. "Voy a dejar de usar insultos, a ver si están en condiciones de poder discutir ideas", desafió. "Porque yo creo que discuten las formas porque carecen de nivel intelectual suficiente para discutir ideas".
En el propio planteo surge entonces la primera certeza. El presidente puede dejar de insultar pero no de difamar, por ejemplo descalificando intelectualmente a sus críticos.
Milei retuerce la lógica para acusar a sus opositores de discutir las formas y no las ideas. Está claro, sin embargo, que si alguien se constituyó alrededor de las descalificaciones fue él mismo, y que su lenguaje sintonizó con una bronca colectiva. Es un simplismo, pero es posible creer, sin temor al error, que los insultos presidenciales conjugaron y expresaron la profunda frustración colectiva a fines de 2023.
Es más, su condición de economista con una fuerte propensión al discurso técnico y abstracto, define a muchas de las intervenciones del presidente como inaccesibles para el ciudadano promedio, vacío comunicacional que llenó con definiciones breves y certeras: "casta", "dolarización" (¿alguien se acuerda?) y "no hay plata", quizás sean las más exitosas.
En ese sentido, está por verse si al Presidente le conviene discutir "las ideas" o si esa intención no deriva en un berenjenal de complejidades sólo aptas para entendidos.
El tono del Gobierno no estuvo sólo dado por los dichos del presidente, sino también por los de su cohorte de tuiteros y trolls que no dejaron figura ni intervención opositora sin insultar ni desacreditar. Si lo que pretende Milei es cambiar el clima de época, también debería silenciar la violencia simbólica de su "ejército romano" en las redes.