La sociedad digital es una caja de vidrio en la que todo debe ser expuesto. Uno de los riesgos es que la verdad se diluya.
Por Daniel Sinopoli
Para Clarín
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No sabemos quién. Tal vez todos, quizás ninguno. Pero alguien miente. No es una acusación sino una apelación a la realidad, como quien dice “hay niebla” o “el café está frío”. En la escena pública argentina de los tiempos que corren -tragicomedia de micrófonos, pancartas y redes sociales- la idea de la mentira pareciera contaminar el paisaje entero.
Aunque nadie en particular la diga, una hueste de personas públicas y anónimas la repiten u objetan. Está en el tono, en el montaje, en la selección de adjetivos y en los silencios. Lo más perturbador no es la mentira en sí, sino nuestra radical incertidumbre sobre su origen.
Un antiguo aforismo del filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein sugiere que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. Pero hoy, en el intrincado espacio público, los límites parecen más bien expandirse con cada meme viral, cadena de WhatsApp, editorial periodístico ampuloso o tuit.
En todos los casos, el propósito es anunciar la verdad definitiva del día. La democracia, dirán algunos, se fortalece con la circulación de ideas. Pero ¿qué ocurre cuando esas ideas se vuelven inatrapables, líquidas, veloces como un video que nos causa gracia sin que sepamos bien por qué?
En la era de la semiosis indeterminada, hay datos que cambian de significado en el instante mismo en que los interpretamos. Si un dirigente da un discurso, el verdadero acontecimiento ocurre minutos después cuando sus frases son reeditadas, musicalizadas y convertidas en combustible para la sociedad digital.
Lo que quiso decir se vuelve irrelevante y lo que se entendió que dijo, queda validado. Las fake news, más que una anomalía del paisaje, son parte del flujo habitual de contenidos: falsedades decoradas como certezas, listas para ser consumidas sin resistencia.
La sociedad digital es una caja de vidrio en la que todo debe verse, mostrarse, ser expuesto. Uno de los riesgos de esta exhibición sin descanso es que la verdad se diluya. Podría pensarse que esto sucede porque está oculta, pero en verdad es porque, de tan expuesta, ya no interesa. Interesa el gesto, el encuadre, la afectación.
Así, la sociedad digital y de vidrio adquiere los códigos propios de los reality shows: los políticos interpretan a políticos, los ciudadanos a ciudadanos, los opinadores a expertos. Y se espera que alguien llore, monte en ira o confiese su amor en cámara. Porque entonces – sólo entonces – será considerado auténtico. En este escenario, no pocos actúan, opinan o se indignan dentro de una burbuja de fantasía, desligados del piso firme de los hechos.
La lógica emocional domina: lo que se siente real vale más que lo que en verdad lo es. Así, pensar, moverse y decidir en función de percepciones y ficciones se convierte en norma. ¿Y la educación? La paciente tarea de formar personas autónomas, críticas, capaces de pensar más allá de las frenéticas o impensadas declaraciones del día a día, queda fuera de campo. Ha sido reemplazada por esa extraña pedagogía de los dispositivos multimedia en que la atención dura menos tiempo del que el cerebro necesita para madurar una idea o hacerla propia.
El joven ciudadano de la democracia acuñada por los griegos, a quien debía enseñarse a discernir entre verdadero y falso, ahora gasta gran parte de su tiempo en dirimir entre lo viral y lo aburrido. Entre lo que se comparte y lo que no. Netflix confirma: “el placer de la recepción siempre gana”.
Una vez más, después de tantas décadas, debemos recordar que no corresponde atribuir responsabilidad alguna a los medios, al soporte tecnológico en sí, sino a su uso. Como toda maquinaria simbólica, quienes operan los medios no crean el mundo: lo editan. Seleccionan, enmarcan, musicalizan.
Pero su influencia radica precisamente en que no siempre nos obligan a pensar. Y pensar, informarse bien, requiere esfuerzo. Exige detenerse y comparar. En cambio, el algoritmo es más tentador: suspende el juicio. Es una experiencia que no incomoda ni complica.
Alguien miente, decíamos. Y quizás ese alguien no sea una persona, sino una lógica. La lógica de la simplificación – hacer ver un fragmento como si fuera el todo –, del goce inmediato, de la imagen sin imaginación. La lógica de distraer, de reemplazar el ejercicio de la razón por el encantamiento de la inercia. Como en la caverna de Platón, vemos sombras, pero ahora se toman audios o imágenes de las reacciones ante ellas.
Hay, sin embargo, un espacio mínimo de libertad. Un intersticio en la pantalla al que, con ciertas pretensiones, llamaremos la duda. Consiste en preguntar quién dijo esto, para qué. Esa duda es el inicio de una educación verdadera que prefiere, a formar consumidores de opiniones, formar ciudadanos que intenten vislumbrar los hilos de las máscaras.
Quizás mienta el que grita en la tele o el que calla en su línea de tiempo en las redes. Quizás sea uno mismo el que lo hace, cuando reproduce discursos sin pensarlo o reenvía indignaciones sin digerirlas. Es una pena, porque debería recordar en esas ocasiones que la verdad no siempre se grita, a veces se susurra o se calla, para no convertirla en espectáculo.
La misión es leer, educar, escuchar y pensar. No solamente para cumplir con la acostumbrada premisa de descubrir al mentiroso sino también, y esto es un poco más difícil, para no ser su próximo imitador.