Es por el bajo nivel político, intelectual y humano de buena parte de los mandatarios ejercientes. La reciente condena del colombiano Álvaro Uribe recupera la vigencia del tema y reintroduce en la discusión pública cuestiones como la manipulación de la justicia, la persecución a los políticos y la manipulación de pruebas.
Por Carlos Malamud
Para Clarín
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Hubo una época, sobre todo después de las transiciones a la democracia en América Latina, en que la condición de expresidente era acompañada de gran respetabilidad. Basta pensar en personajes como Raúl Alfonsín, Fernando Henrique Cardoso, Julio María Sanguinetti, Ernesto Zedillo, Ricardo Lagos o Leonel Fernández para tener una idea de aquello.
Incluso en algunos casos, el concepto de estadista acompañaba a su imagen y figura. Hoy las cosas han cambiado radicalmente, dado el bajo nivel político, intelectual y humano de buena parte de los mandatarios ejercientes.
No solo eso, muchos expresidentes han sido recientemente condenados, pueden serlo en el futuro inmediato o están perseguidos por la justicia. Algunos han sido extraditados a Estados Unidos, están refugiados en su guarida selvática o exiliados en algún país más o menos amigo (europeo o latinoamericano).
También hay presidentes en ejercicio que una vez concluido su mandato podrían seguir el mismo camino. Es el caso indudable de la peruana Dina Boluarte, sin excluir a Nayib Bukele, Daniel Ortega o Nicolás Maduro.
Los cargos aplicados son muy variados y van desde corrupción a violación de los derechos humanos, pasando por falsificación de documentos públicos, prevaricación, estupro, golpismo o narcotráfico. La casuística es muy amplia y depende, básicamente, de la legislación y la situación de cada país.
La reciente condena del expresidente colombiano Álvaro Uribe recupera la vigencia del tema y reintroduce en la discusión pública cuestiones como la manipulación de la justicia, la persecución a los políticos (lawfare) y la manipulación de pruebas. Al mismo tiempo, su intensidad lleva a preguntarse porqué esto ocurre ahora.
¿Por un brote insólito de independencia del Poder Judicial? ¿Por una creciente degradación de los hombres (y mujeres) públicos? ¿Por el hartazgo de sociedades cansadas de ser repetidamente engañadas? ¿Por la intensificación de la alternancia y la polarización (la grieta)?
No hay una respuesta única y la más probable pasa por una combinación de las anteriores en una proporción acorde con su naturaleza específica, teniendo presente que en aquellos países con instituciones fuertes y sistemas políticos estructurados, como Uruguay o incluso Chile, el fenómeno es menos frecuente o prácticamente inexistente.
Por el contrario, en otros es tal la degradación institucional y el autoritarismo que es casi imposible no encontrar algún caso. Aquí encontramos a Cuba, Nicaragua y Venezuela, donde cualquier crítica al poder es considerada parte de un complot antinacional y merecedora de prolongadas penas de cárcel.
Todos y cada uno de los condenados y perseguidos, con independencia de su ubicación en el espectro político ideológico, tienden a victimizarse y a escudarse en una persecución enemiga.
Así insisten bien en una conspiración de los poderosos contra los representantes y defensores de los intereses populares, o bien en una conspiración de signo contrario, de sesgo marxista populista, contra aquellos que osan denunciar los desproporcionados privilegios de ciertas minorías o el populismo woke.
La discusión está dominada por el doble lenguaje. Uno de sus momentos estelares fue la irrupción de Donald Trump en el procesamiento de Jair Bolsonaro. Como si se tratara de un elefante en una cacharrería, Trump acusó al gobierno brasileño, y muy especialmente a Lula, de estar llevando a cabo una “caza de brujas” y persiguiendo a un líder político. Sin embargo, esa preocupación por la justicia (o injusticia según su interpretación) no la tiene con Cristina Kirchner, enemiga jurada de su aliado Javier Milei.
Se da la circunstancia añadida de que por su avanzada edad ambos están en régimen de prisión domiciliaria y dado el riesgo de fuga que perciben los tribunales a cargo de su custodia ambos deben portar una tobillera electrónica. Esto ha sido visto por los afectados como un mancillamiento a su honor e integridad. La alternancia y el fin de los “gobiernos largos” (personas, partidos o incluso matrimonios), característicos de la primera década del siglo XXI, ha facilitado el enjuiciamiento de los rivales o adversarios políticos una vez fuera del poder. A esto se suma el innegable hastío social frente a niveles crecientes de corrupción. La menor tolerancia a la rapiña del dinero público incrementa la presión sobre la justicia para procesar a los responsables.
En esta época de redes sociales el victimismo se ha extendido hasta niveles desconocidos. Nadie se responsabiliza de sus actos, aunque las evidencias sean flagrantes. Siempre hay en marcha una conspiración, una maniobra ideológica, una guerra cultural que condena a los inocentes.
Si los defensores de causas imposibles miraran más allá de sus narices verían que sus ídolos no son únicos y con frecuencia los situados en las antípodas reciben el mismo trato.
Si bien todos los expresidentes condenados o procesados son políticos no por eso son presos políticos, en especial allí donde la democracia aún rige. De estos (o estas) solo se puede decir que son políticos presos por delitos comunes cometidos en algún momento de su carrera.