En los últimos años, el término se utilizó hasta el cansancio de manera genérica como anatema, amenaza o insulto. Hoy, transmite una sensación inquietante al traer al presente un espejo de la historia que recobra actualidad, en sus rasgos más ominosos.
Por Fabián Bosoer, en diario Clarín
«El fascismo está aún a nuestro alrededor, aunque lleve traje de civil, y puede volver en cualquier momento, aunque se disfrace de las formas más inocuas”, escribió Umberto Eco en 1995. Se trataba de una conferencia dirigida a los alumnos de una universidad en Nueva York, publicada luego como libro.
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Eco alertaba sobre un fenómeno que no se restringe al ámbito político ni tiene fecha de caducidad, entendiendo que detrás de un régimen totalitario o una ideología que exalta el desprecio por quien piensa diferente hay siempre un cierto modo de pensar y de sentir, un conjunto de hábitos culturales, instintos e impulsos que puede ser el germen de una nueva ola de dictaduras. “Nuestro deber es detectarlo, quitarle la máscara y denunciar en voz alta cada una de sus formas nuevas”, sostenía Eco.
El 1° de mayo de 1925 en abierto desafío a la dictadura de Mussolini, un grupo de escritores, filósofos y políticos liderado por el pensador liberal Benedetto Croce, dio a conocer en Roma lo que se conoció como la Carta de los Intelectuales contra el Fascismo.
El pasado 14 de junio, más de 400 académicos de más de 30 países, incluyendo treinta premios Nobel, cinco ganadores del Pulitzer y muchas de las voces más respetadas de la ciencia política, la historia, la filosofía y las ciencias, recordaron el centenario de aquel manifiesto en un llamamiento a los ciudadanos del mundo para que adhieran a la Carta "en defensa de la democracia, la libertad académica y de prensa, la independencia del poder judicial, el fortalecimiento de los derechos humanos y la paz" (https://stopreturnfascism.org/).
"El fascismo nunca desapareció, pero durante un tiempo fue contenido -afirma el documento. Sin embargo, en las últimas dos décadas hemos presenciado una nueva ola de movimientos de extrema derecha, frecuentemente con rasgos claramente fascistas: ataques a las normas y a las instituciones democráticas, nacionalismo fortalecido entrelazado con retórica racista, impulsos autoritarios y agresiones sistemáticas contra los derechos de quienes no encajan en una autoridad tradicional fabricada, basada en la normatividad religiosa, sexual y de género”.
Se advierte que estos movimientos “han resurgido en todo el mundo, incluso en democracias duraderas, donde la frustración generalizada ante la incapacidad política para abordar las desigualdades y la exclusión social ha sido explotada nuevamente por nuevas figuras autoritarias”.
Y continúa: “Fieles al viejo guión fascista, bajo el velo de un mandato popular ilimitado, estas figuras socavan el Estado de derecho nacional e internacional, atacan la independencia del poder judicial, de la prensa, de las instituciones culturales, de la educación superior y de la ciencia; incluso intentan destruir datos esenciales e información científica. Fabrican ‘hechos alternativos’ e inventan ‘enemigos internos’...”. Los ejemplos abundan.
En los últimos años, el término “fascismo” se utilizó hasta el cansancio de manera genérica como insulto, amenaza o acechanza. Así, de alguna forma, se terminó banalizando. Con un efecto acaso contraproducente, que pasara como en el viejo cuento del pastorcito mentiroso, que de tanto alertar sobre la llegada del lobo, los aldeanos dejaran de prestarle atención.
Cuando cualquier expresión, ideología, conducta o régimen puede ser catalogada como “fascista” el término deja de tener un significado específico y pasa, en el semáforo, de rojo a verde: pretendiendo detener, habilita el paso. O aún peor: que solo por contradecir a quienes se proclaman anti-fascistas, algunos de quienes no lo son lo terminen justificándolo, a tono con los tiempos reaccionarios que corren.
“Síndrome 1933”, el libro de Siegmund Ginzberg que explora las similitudes entre la caída de la República de Weimar en Alemania de los años 30 del siglo pasado y las crisis de las democracias liberales de hoy, deja una sensación inquietante al traer al presente aquel espejo de la historia con sus rasgos más ominosos.
Las analogías, advierte Ginzberg, no representan una predicción: que circunstancias similares desembocaran en determinados hechos no implica que el resultado sea el mismo. La historia no se repite, pero rima. Y nos ofrece insumos para entender mejor el tiempo que nos ha tocado.