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“Cuando me maten habré ganado 168 a 1″: el frío cálculo del autor del mayor atentado terrorista en EEUU antes del 11-S

Este sábado se cumplen 30 años del ataque perpetrado por Timothy McVeigh, un ex soldado que causó la muerte de 168 personas, entre ellos 19 niños de menos de seis años.

19/04/2025

Sentado en la sala de interrogatorios, con el rostro calmo y la mirada fría, Timothy McVeigh hizo el cálculo ante los dos agentes del FBI que le tomaban declaración: “Estamos hablando de algo más de 3.500 dólares, o de 5.000 todo incluido. No es mucho dinero ¿o qué?”, les dijo. Para él era una cuestión de costos y beneficios. Con la inversión de ese dinero en explosivos caseros construidos mayormente con fertilizantes y el alquiler de un camión acababa de perpetrar el hasta entonces mayor atentado terrorista de la historia de los Estados Unidos, con un saldo de 168 muertos – entre ellos 19 niños menores de seis años -, casi 700 heridos y daños materiales que superaban los 650 millones de dólares. Lo que se dice una rentabilidad exorbitante.

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Lo había hecho porque odiaba al Estado, al mismo que había servido heroicamente en la guerra del Golfo y lo había desilusionado. Por eso, cuatro años después de haber regresado con una condecoración en el pecho, voló con un camión bomba el Edificio Federal Alfred P. Murrah, en el centro de Oklahoma City, con una explosión desmesurada, que además de los muertos y los heridos incendió más de ochenta autos y causó daños en un radio de 16 manzanas. Todo con una inversión de menos de 5.000 dólares, como se dio el lujo de calcular.

Lo hizo seis años y medio antes de los atentados contra las Torres Gemelas, el 19 de abril de 1995, miércoles para más datos, una fecha que eligió con precisión porque la consideraba simbólica. Según la reconstrucción, ese día, a las 8.55 de la mañana, estacionó un camión alquilado de la empresa Ryder cargado con 2.300 kilos de explosivos, frente al edificio del FBI. Nadie sospechó de ese joven rubio, enfundado en una remera estampada con una imagen de Abraham Lincoln y la frase “Sic semper tyrannis” (Así siempre a los tiranos), la misma que gritó John Wilkes Booth al disparar contra el presidente vencedor de la Guerra Civil. Se sabe: las remeras con frases provocadoras también son un producto de mercado. Así lo mostraron las grabaciones de las cámaras de seguridad cuando bajó del camión, cerró la puerta con llave y se alejó caminando con tranquilidad. Siete minutos después, exactamente a las 9.02, la bomba estalló.

Trabajadores colocando ofrendas Trabajadores colocando ofrendas

No hay grabación que lo muestre, pero Timothy McVeigh debe haber sonreído satisfecho cuando escuchó el estruendo de su obra. Para entonces ya estaba lejos, manejando su auto – que había dejado estacionado cerca del lugar – para salir de la ciudad. Había consumado la venganza que venía planeando desde hacía dos años, desde que presenció la masacre de Waco.

Del Golfo a Waco

Tim, como lo llamaban quienes lo conocían, tenía 33 años cuando cometió el atentado contra la sede del FBI en Oklahoma. Hijo de un obrero industrial, había cursado sin ganas y sin esfuerzos los estudios primarios y secundarios, había tenido interés en seguir el camino de su padre. Por eso, cuando el buen hombre le ofreció hacerlo ingresar a la misma fábrica de radiadores en la que trabajaba, el hijo se negó de plano. Le gustaban las armas, que manejaba con soltura, y prefirió trabajar como guardia de seguridad. No duró mucho tiempo porque se aburría y a él lo tentaba la acción. Qué mejor entonces que alistarse en el ejército e ir a combatir en la Guerra del Golfo para derrocar al tirano Saddam Hussein, un verdadero demonio.

Cuando lo hizo, en 1991, McVeigh se sentía todavía orgulloso de la bandera de las barras y las estrellas y estaba dispuesto a dejar la vida por ella. Combatió con valentía, tanto que lo ascendieron a cabo, lo condecoraron e, incluso, le ofrecieron un lugar entre los prestigiosos boinas verdes. Tenía un futuro prometedor, pero fracasó en las pruebas de ingreso, porque alguien detectó que algo no andaba bien en su cabeza. Y no se equivocaba, porque la mente de McVeigh había comenzado a convertirse en un revoltijo de ideas extremas mientras combatía en Irak. Allá vio cosas que no le gustaron y tenían que ver con las operaciones de prensa de su propio gobierno: se indignó cuando sus superiores le dijeron a la prensa que varios de sus compañeros murieron durante un asalto de las tropas iraquíes cuando él sabía muy bien que había caído víctimas de “fuego amigo”; también le molestó que su propio ejército negara haber matado a mujeres, ancianos y niños, cuando él lo había visto con sus propios ojos. Eso no podía ser, pero estaba ocurriendo, y era obra de su propio gobierno, que no solo estaba engañando al mundo sino también a los hombres de bien de su propio país. Volvió odiando al Estado Federal, al que veía como origen de todos los males.

Una niña herida Una niña herida

Pidió la baja y se compró un auto para recorrer el país. En esos viajes encontró a otros hombres que pensaban como él: integrantes de milicias supremacistas, libertarios que portaban banderas nazis, fanáticos religiosos, gente de toda estofa que coincidían en el odio a los políticos que destruían al país desde sus oficinas en Washington y que no vacilaban en armarse para defender lo que consideraban sus derechos frente al Estado opresor. “Un hombre armado es un ciudadano; un hombre desarmado es un súbdito”, era una frase que le gustaba repetir por entonces. En su cabeza equiparaba a los patriotas armados que habían logrado independizar a los Estados Unidos de los colonialistas británicos con los milicianos que se armaban para defenderse de la opresión gobierno federal.

Estaba en medio de esos viajes, bebiendo con avidez ese menjunje ideológico cuando se enteró de que algo grande ocurría en un lugar llamado Waco y enfiló su auto hacia Texas. Corrían los primeros meses de 1993 y allí el líder de los Davidianos, David Koresh, estaba atrincherado con sus seguidores en una granja resistiendo en asedio de las tropas federales. Koresh quería que los dejaran vivir tranquilos en sus prácticas y creencias sectarias, pero el gobierno – una vez más – atentaba contra su derecho a la libertad. Se sumó a la multitud que seguía ese asedio en los alrededores de la granja y el 19 de abril de ese año asistió indignado al ataque final que perpetraban los “esbirros de Washington” y el incendio en el que murieron más de ochenta personas, entre hombres, mujeres y niños. Esa fue la gota con la que se terminó de batir el cóctel de odio que se agitaba en la cabeza de McVeigh. Sintió que debía vengarlos y que era hora de pasar a la acción.

Los cómplices y el blanco


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A pesar de la urgencia que tenía en su sed de venganza, Timothy McVeigh no era hombre de acciones arrebatadas. Sabía que si quería hacer las cosas bien, debía planificarlas con cuidado y se tomó su tiempo. Primero buscó cómplices para que lo secundaran y los encontró en otros dos viejos compañeros de la Guerra del Golfo: Terry Nichols y Michael Fortier, tan ultraderechistas y odiadores del gobierno como él.

Complejo de la Rama Davidiana en Waco Complejo de la Rama Davidiana en Waco

El segundo paso fue recorrer ciudades para elegir el blanco, que debía ser inevitablemente un edificio federal, para que todos los muertos fueran “esbirros de Washington”. Después de un cuidadoso relevamiento fue descartando uno tras otro hasta quedarse con la sede del FBI en Oklahoma City. Al hacerlo se le escapó un dato que, dijo en los interrogatorios, habría hecho que lo descartara: en el edificio funcionaba una guardería para los hijos de los empleados. No sabía que iba a matar también niños.

En la etapa final de la preparación, Fortier decidió abrirse del plan, pero prometió guardar silencio. A Nichols también le preocupó la magnitud del atentado y se lo hizo saber a McVeigh. Puso como reparo que a esa hora– en un principio decidieron hacer explotar el camión a las 11 de la mañana – habría muchas personas circulando por los alrededores.

-¿Y toda esa gente? - le preguntó.

-Pensá en la gente como si fueran soldados imperiales de “La Guerra de las Galaxias” – le respondió McVeigh, y le dio el ejemplo de las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial. “Salvaron más vidas porque acortaron la guerra”, le explicó para darle una razón más terrenal.


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Siguieron adelante y el 19 de abril de 1995 – fecha simbólica elegida por McVeigh por cumplirse dos años de la masacre de Waco -, exactamente a las 9.02 de la mañana, se convirtió en el escenario del peor atentado terrorista cometido hasta entonces en el territorio de los Estados Unidos.

Sin arrepentimiento

Timothy McVeigh se alejó del lugar al volante de un destartalado auto amarillo que había comprado por unos pocos dólares un par de días antes. Lo había dejado cerca del edificio del FBI con un cartel que decía “no remolcar”, como si estuviera descompuesto. Pudo haber escapado sin problemas si no hubiese cometido un error: no se dio cuenta de que al auto le faltaba la chapa patente delantera. Estaba en las afueras de Oklahoma cuando lo detuvo un policía de tránsito que, pensado que se trataba de un auto robado, lo obligó a ir a la comisaría para averiguarlo.

Mientras tanto, el FBI buscaba entre los enemigos externos a los autores del atentado. Las dos hipótesis más fuertes apuntaban a gente de Osama Bin Laden o a un comando iraquí. Al principio a nadie se le ocurrió pensar que podía tratarse de estadounidenses. Fue el agente especial Clinton van Zandt, de la Unidad de Ciencias del Comportamiento de Quantico (Virginia), el primero en pensar en esa posibilidad. Le llamó la atención la fecha y pensó que ahí podía estar la clave, en el aniversario de la masacre de Waco. “Hablamos de un hombre blanco, que actúa solo, o con otra persona. Tiene veintitantos años, tiene experiencia militar y es miembro marginal de alguna milicia. Está furioso por lo que ocurrió en Waco”, escribió en el perfil que elaboró.

Timothy McVeigh encajaba casi a la perfección en esa descripción y había sido detenido en un auto sin patente en las afueras de Oklahoma. Cuando lo interrogaron no hizo ningún intento para ocultar su responsabilidad. Al contrario, se mostró arrogante y orgulloso. De todos modos, se negó a dar detalles de su plan porque quería que la policía y el FBI se tomaran el trabajo de buscar las pruebas. Antes del juicio fue sometido a pericias psicológicas para determinar si era imputable o se trataba de un desequilibrado que no conocía el alcance de sus actos. “Espero ser condenado, y espero que se me imponga la pena de muerte”, le dijo al psiquiatra que lo entrevistó.

Lo juzgaron y el 2 de junio de 1997, luego de 23 horas de deliberación, el jurado lo encontró culpable y lo condenó a muerte. Terry Nichols recibió una pena de cadena perpetua por complicidad, y Mike Fortier hizo un pacto con el fiscal y fue condenado a 14 años por no haber advertido a las autoridades de que se estaba planificando el atentado. Una vez que la sentencia quedó firme, McVeigh fue a parar a una celda de la prisión Supermax de Florence, en Colorado, la cárcel más segura del país, donde tenía como vecinos a Ramzi Yousef, que cumplía 240 años por el atentado contra el World Trade Center de Nueva York en 1993, y a Theodore Kaczynksi, más conocido como Unabomber.

Nunca mostró arrepentimiento. “Quería esto desde el principio. Mi objetivo era un suicidio asistido por el Estado, y cuando ocurra, allá ustedes, hijos de puta. Mientras tanto, me lavan la ropa, veo la tele todo el día y no pago facturas. ¿Se puede llamar tortura a esto?”, dijo en una entrevista. Fue ejecutado con la inyección letal en la prisión de Terre Haute, Indiana, el 11 de junio de 2001. La noche anterior, mientras esperaba que le llegara la hora en el pabellón de la muerte, concedió una última entrevista, durante la cual recitó un poema “Invicto” de William Ernest Hendely, el preferido de Nelson Mandela, famoso por un verso: “Soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma”. Y al final hizo un balance escalofriante: “Cuando me maten habré ganado 168 a uno”.

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