Sin necesidad de mencionar la amplísima literatura generada sobre el tema de la juventud, el trabajo y su integración productiva, es oportuno indicar la dirección que este problema está asumiendo en el mundo, y en particular en nuestro entorno próximo.
Por Pablo de San Román (*), en diario La Nación
Los últimos años fueron especialmente críticos para nuestro país, en el que solo 13 de cada 100 niños terminan la secundaria en los términos esperados y solo 3 de cada 10 finalizan la universidad en el tiempo adecuado. A eso se suma un contexto refractario a la educación en el que el 43,7% de los hogares viven aislados de las posibilidades culturales.
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Según el Sistema Cultural Argentino del Ministerio de Educación de la Nación, el 60% de los niños y adolescentes carecen de libros en sus hogares, y solo el 40% registra presencia de libros o bibliotecas disponibles para la lectura. Esto debería movilizarnos no solo a pensar en los conductos del crecimiento económico, sino además en las funciones que estructuran el progreso social. Las condiciones educativas, emocionales y relacionales que, con el apoyo adecuado, promueven la iniciativa individual, robustecen las bases emocionales y reafirman la situación de autonomía de los jóvenes frente al mundo.
Desde luego este no es un problema coyuntural. No depende de la gestión urgente de la crisis. Más bien supone una concepción de Estado y sociedad. Son logros que no se materializan a corto plazo, pero que se dirigen a remover los obstáculos de la pobreza estructural. La economía en sí misma no se encarga de este problema. No está en su esencia. Sus actores se ocupan, más bien, de sostener el empleo de sus capacidades, maximizar ventajas y multiplicar el rendimiento de sus activos.
La economía es importante porque origina oportunidades materiales, emprendimientos, movilidad de capital y configura las relaciones del mundo productivo. Pero no deja de ser un proceso esencialmente material. La creación de condiciones para el progreso, en cambio, es un proceso de índole moral. Como si dijésemos un deber ético, intrínseco a las sociedades que buscan la convergencia entre las condiciones materiales y el progreso humano.
No se trata de una opción sino de una condición: un motivo que hace que lo que ocurra hoy con la educación de los jóvenes tendrá un impacto sociológico irreversible en el mañana. De nada sirve que nuestra economía crezca si nuestros jóvenes no participan. De nada sirve que las condiciones materiales se reproduzcan si quienes deben estar preparados para ese conocimiento lo ignoran. Esto es lo que llamamos la “tragedia educativa”.
Hace poco, James Robinson y Daren Acemoglu ganaron el Premio Nobel de Economía por una tesis muy sencilla: no habrá prosperidad mientras las personas no convivan bajo condiciones suficientes para explotar sus capacidades, disfrutar de sus derechos (sobre todo de propiedad) y vivir en entornos protectivos. La teoría económica no fue premiada por el cálculo económico, sino por las condiciones institucionales que organizan las relaciones de poder.
Lo que se premió no fue la ortodoxia, de la cual ya está prácticamente todo dicho, sino la implicancia. La condición moral del proceso político, económico e institucional. Dentro de este proceso, los primeros actores son los jóvenes. Quienes a partir de su preparación, su iniciativa y su capacidad de emprendimiento podrán hacer (o no) que este crecimiento sea una opción éticamente sustentable.
(*) Doctor en Ciencia Política por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset, Madrid