La desigualdad social de un país está directamente vinculada con la salud cerebral de la población, más allá del status económico que se tenga. Un desafío para la gestión.
Por Silvia Fesquet
Para Clarín
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La desigualdad social de un país, o la brecha entre los más ricos y los más pobres, así como la capacidad de movilidad ascendente de su población ha sido, tradicionalmente, motivo de discusión y análisis de sociólogos, politólogos, economistas, o políticos en campaña a la hora de las promesas electorales. Un trabajo publicado en Nature Medicine, del que dio cuenta Clarín días pasados, revela una faceta de esta problemática social que sorprende, inquieta, y debería encender todas las alarmas.
Según las conclusiones de un estudio realizado por un equipo internacional de investigadores, varios argentinos entre ellos, de las universidades y centros médicos más relevantes, con el respaldo del Latin American Brain Health, entre otras instituciones, el hecho de vivir en un país desigual, más allá del segmento social al que se pertenezca y del nivel económico que se tenga, está directamente vinculado con la salud cerebral y sobre todo con funciones como la memoria, la atención y las funciones ejecutivas.
Las conclusiones remarcan que las desigualdades afectan tanto a los sectores de bajos recursos como a los más pudientes, ya que las condiciones estructurales- según explica Agustín Ibáñez, uno de los argentinos autores del trabajo- superan las diferencias individuales. La desigualdad en sí misma, sostiene, puede funcionar como un factor de estrés social crónico. Cuanto mayor la desigualdad, mayor la reducción del volumen cerebral y las conexiones cerebrales. ¿Qué implica esto? “Estos cambios pueden provocar déficits cognitivos y acelerar la progresión de enfermedades neurodegenerativas como la demencia”, dice el especialista.
No es una buena noticia para la Argentina, -ni para la región, claro- donde la desigualdad viene creciendo desde hace tiempo. Según el Indec, el coeficiente de Gini, que calcula la desigualdad en la distribución de la riqueza, fue de 0,467 en el primer trimestre de 2024, frente al 0,446 de igual período del año anterior, y superó al valor anotado en el peor momento de la pandemia, segundo trimestre de 2020, que fue de 0,451.
Esto implica que, en promedio, el ingreso de una familia del nivel más alto fue 15 veces mayor al de una de bajos recursos. En el tercer trimestre, con un coeficiente Gini de 0, 435, prácticamente igual al del mismo período de 2023, la diferencia entre una familia de ingresos más altos y una de los más desfavorecidos, fue 14 veces superior. Desde 1974, cuando empezó a medirse el índice, la desigualdad fue en aumento: ese año tuvo el valor más bajo, con 0,36.
No son los únicos valores preocupantes: un relevamiento de la consultora Voices! en 39 países mostró que la Argentina se encuentra entre los que tienen peor evaluación de su nivel de estrés, sólo superada por Perú.
Un 54% de los argentinos evaluó negativamente su estrés, más de 20 puntos por encima del promedio mundial y mucho más alto que el 31% que declaró padecerlo siempre o regularmente en 2020. Las mujeres ( 59% frente a un 48% entre los hombres) y los jóvenes (72% entre los de 18 a 24 años) se revelaron como los más afectados.
A la hora de hablar de las causas del estrés por estos lados, el 29% mencionó la falta de dinero. En segundo lugar apareció el trabajo, con un 21% de menciones, en tanto un 17% señaló como motivo el desempleo o la falta de empleo.
Tampoco nos va muy bien con el sueño: cuatro de cada diez tiene problemas para conciliarlo.
Con índices como el de inflación bajo control después de años de desmadre; con algunos indicadores más evidenciando una mejora, son otros los números que pueblan la lista de pendientes. Un desafío para la gestión de Javier Milei, más allá del crecimiento económico.