Nada cambia si solo cambia la camiseta que visten los jugadores de siempre.
Por Héctor M. Guyot, en diario La Nación
Los funcionarios de Vladimir Putin se saben miembros de la casta. ¿Cómo permitir que un agente de tránsito porteño someta a sus diplomáticos a un control de alcoholemia? Sería, como dijo la embajada rusa, un “atentado contra la persona, la libertad y la dignidad de los miembros de la misión diplomática”. Absurdo. Al negarse al control y atrincherarse en sus autos, estos diplomáticos defendieron su “derecho” de manejar por la ciudad con medio litro de vodka en la sangre, si se les antojara. ¿Y el respeto a las normas? ¿Y el cuidado de la seguridad y la vida de los simples mortales? Según parece, nada importa cuando se trata de defender privilegios.
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Así funciona la casta. Tanto en Rusia, donde un régimen despótico edificó una nomenklatura que depende del líder supremo, como en la Argentina, donde los curiosos movimientos de sus miembros sugieren que la casta local ensaya pasos de gatopardismo. Nada cambia si solo cambia la camiseta que visten los jugadores de siempre: ayer de Boca, hoy de River. Lo que importa es entrar al palco en el que se gritan los goles, donde son bienvenidos todos los que se inclinan ante los colores del campeón.
Transcurrido un año desde la asunción de Javier Milei, las incógnitas son muchas. En su visceralidad, el Presidente adopta gestos intempestivos de fuerte impacto político y sorprende. La oposición, tanto la dura como la blanda, no acaba de decodificarlo. Tampoco los suyos. Su imprevisibilidad, acompañada muchas veces de una cólera sagrada que se activa en forma recurrente y sin aviso, siembra desconcierto y temor. El Gobierno aprovecha esto para sumar poder. La incertidumbre campea.
Al lado de interrogantes aun sin respuesta, sin embargo, se van perfilando algunas certezas. Una de ellas, bien concreta: Milei logró controlar la inflación, equilibrar las cuentas y bajar el riesgo país a partir de un ajuste drástico que contó con el apoyo, y el consecuente sacrificio, de buena parte de la sociedad. No es poco. Esto habla de este gobierno, pero también, en forma tácita, de otros que el voto consagró antes y conviene no olvidar: veníamos sosteniendo el peso de un Estado desquiciado desde hace décadas, víctima del clientelismo y la corrupción, malogrado en mayor medida por el peronismo y liquidado en los últimos gobiernos kirchneristas.
Por mi parte, voy confirmando una presunción acaso menos tangible: el dogmatismo de Milei. El Presidente actúa como un líder redentorista. Convoca a una utopía donde el mal no tiene cabida, pues será derrotado urbi et orbi durante la lucha que es preciso librar para alcanzar el paraíso. Una épica muy atractiva, más cuando el sumo sacerdote es capaz de transmitir como lo hace la fe que lo mueve. Las misas libertarias me recuerdan los actos en los que, desde un altar profano, Cristina Kirchner fogoneaba otra lucha y anunciaba otro paraíso, pero despertaba el mismo fervor y la misma adoración que hoy suscita Milei. ¿Creía Cristina en su relato? Difícil saberlo, pero presumo que sí. No dudo en cambio de la fe del Presidente en su doctrina. En ella no hay resquicio para la duda o el matiz. Semejante adhesión a una idea, y más aún cuando resulta tan extrema, tiende a producir un progresivo divorcio de la realidad. Lo hemos visto. También alimenta ese homenaje a la intolerancia y la negación del otro, en nombre de un supuesto bien supremo, que aquí se dio en llamar “batalla cultural”. Las utopías políticas de este tipo no suelen terminar bien.
Otro rasgo que veo confirmado: el personalismo del Presidente. Cuando uno se persuade de tenerla tan clara, de haber hecho una lectura definitiva de los problemas del mundo en base a verdades inmutables, es difícil no sentirse un iluminado. Todo cuestionamiento se percibe como una afrenta proveniente de las fuerzas del mal, a las que hay que derrotar sin miramientos para desplegar la propia visión. La energía de Milei se alimenta de la adhesión, la sumisión y hasta la adoración de quienes los rodean. Y tiende a rechazar los límites, ya sea que los señale la prensa o los imponga la Justicia. Tendemos a olvidar que el populismo no es más que una praxis que emana de la personalidad del líder. Al lado de los líderes populistas, claro, suele haber cabezas frías que aportan estrategia y cálculo. Aquí las hay.
La adhesión a un dogma y la personalidad de Milei, claves de la aventura libertaria, han jugado durante este año un papel ambiguo. La determinación con la que el Gobierno encaró el ajuste explica en buena medida sus logros económicos. Al mismo tiempo, el personalismo del Presidente cerró la posibilidad de alianzas con fuerzas políticas que apoyan el rumbo: Milei exige adhesión incondicional. Pierde tiempo Mauricio Macri si espera otra cosa. En su afán redentorista, por otra parte, el líder libertario busca la hegemonía sin importar cómo. Cuando el fin justifica los medios, vale la candidatura de Ariel Lijo a la Corte y el reciclado de la vieja casta, esa que prometió extirpar.
El modo en que se resolverán estas contradicciones en 2025 no depende solo del Gobierno y eso abre una puerta a la esperanza. Feliz Año.