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Opinión y Actualidad

Quiero de vuelta mi biografía artificial

¿Qué pasa cuando le preguntas al ChatGPT por vos?

Hoy 07:08

Por Horacio Convertini
Para Clarín

El flanco débil de toda persona es el ego. Qué somos, cómo nos mostramos, qué ven los demás de nosotros. En el siglo de las redes sociales y del panóptico de Internet, más que nunca. Por eso no resisto la tentación de probar el ChatGPT preguntándole a su cerebro mágico que sabe de mí.

El robot se toma medio segundo para responder que nací en 1962 (falso). Que soy periodista (verdadero). Que soy poeta (falso, porque aquellos versitos adolescentes que le escribí a una novia de Pompeya en los setenta no califican). Que soy traductor (justo yo). Que traduje a John Banville (o sea, traductor de inglés; qué orgullosos se pondrían todos los profesores que no pudieron llevarme más allá de un nivel intermedio). Que publiqué varios libros (cierto), pero ninguno de los que figuran en su respuesta son míos, aunque tienen lindos títulos.

O sea: la IA del ChatGPT, al menos en mi caso, es más Imaginación Artificial que Inteligencia Artificial. Mi ego se pone sensible: ese no soy yo. Leo en artículos especializados que la clave para que esta herramienta brinde información confiable es interactuar con ella, hacer preguntas más específicas, “afinar” la búsqueda de fuentes. Orientarlo, casi como a un chico, para que no se pierda por ahí. Alimentarlo como al hipopótamo de Pumper Nic.

Pero si no sabe quién soy yo, ¿por qué crea una biografía llena de invenciones sofisticadas? ¿Por qué no se limita a una que sea simple y acomodaticia, un traje que más o menos le cuadre a cualquiera como el horóscopo del chicle Bazooka? Si el ChatGPT es una aplicación de Inteligencia Artificial, ¿no es más inteligente que me responda “no sé nada de la persona por la que me estás preguntando”?

Lo charlo con un viejo amigo que ignora casi todo de la alta tecnología, pero al que le sobra calle e instinto de supervivencia. “Puede ser decepcionante que el sistema no sepa nada de tu verdadera vida, pero miralo de esta manera: te inventó un currículum maravilloso. ¿O a vos no te gustaría que lo demás te vieran como un políglota que traduce al castellano autores famosos? ¿Sabés cómo garpa esa información en Tinder?”, dice desde el pragmatismo más feroz.

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El dolor del ego cede. En la confusión, quizás me pueda ver beneficiado. Pasan unos días y repito la operación. Quiero refrescar los brillos de mi biografía artificial. Pero el robotito me sorprende: como si me hubiera leído la mente, cambia la respuesta. Ya no soy poeta ni traductor y, aunque me atribuye una condición de ensayista que no tengo, no aparecen las falsas precisiones que tan bien se veían.

La nueva contestación es más breve, más ambigua, una sanata prolija, mesurada, sin lanzamientos en palomita desde trampolines altísimos (yo traduciendo a Banville, ja). Parece la reacción de un alumno sorprendido por una pregunta que no sabe y que apunta al bulto, confiando en no errarle demasiado al blanco. El ego, esa bestia indomable, se me retuerce de nuevo. Siento que prefiero la otra biografía. Y me pongo a averiguar cómo hacer para que el ChatGPT desaprenda lo aprendido.