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Opinión y Actualidad

Crítica de "Los años nuevos"

La ficción del director de "As bestas" protagonizada por Francesco Carril e Iria del Río apunta a convertirse en una de las series del año.

11/12/2024

Por Mariona Borrull
Para Fotogramas

Si ‘El reino’ o ‘As bestas’ validaban lo “increíble pero cierto” desde las formas del cine puro (género, trama, personaje), en la serie más reciente del madrileño tras ‘Antidisturbios’ la ficción nos sirve para destripar y volver a poner en juego un momento concreto y real, pero desgastado por las expectativas y los cuentos: la (puñetera) Nochevieja.

El cambio de año sirve de marco para seguir la evolución en las vidas de Óscar (Francesco Carril) y Ana (Iria del Río), el Chico Triste que conoce a la Chica de sus Sueños, la pareja que forman y sus consiguientes derroteros. Diez episodios, diez Nocheviejas. En ocasiones los vistazos abarcarán noches que se vuelven días, o jornadas enteras, en otras las escasas horas de cena y uvas, y otras sólo el ratito entre los entrantes y el principal. Unas veces narra él, otras ella.

Vemos a gente que viene y que va, las amigas de toda la vida que un día simplemente dejan de aparecer, y cómo las que quedan van envejeciendo (a partir de la pareja de Ana y de Óscar, queremos a Pola, a Rosa, a Guille, a Vero…). El tiempo que pasa no lo marcan las campanadas sino los cigarrillos en la ventana, el sexo y sus faltas, los viajes; primero en metro, sin pagar, luego en taxi y en coche familiar. Las guionistas Sara Cano, Paula Fabra y el mismo Sorogoyen (también productor ejecutivo) encuentran una gustera linklateriana en el cambio vital, un reposo anti-anecdótico que aleja a la serie del carácter de viñeta de las anteriores ‘8 citas’ o ‘Stockholm’.

Las partículas que retumban antes de la primera sílaba

‘Los años nuevos’ busca lo real, no lo realista. Abraza el artificio, ya sea desde el costumbrismo de botellín de los primeros episodios o explotando la teatralidad de sus últimos compases, de resaca emocional cien por cien bergmaniana. Sin embargo, antes que una tesis sobre los efectos vertiginosos del cambio de año, la serie se plantea como laboratorio donde recrear con todo lujo de detalles los entresijos y dinámicas tras una conversación “normal”, devolviendo, como dicen, a la vida lo que es suyo.

El compromiso con lo observacional puede escollar el ritmo de la primera parte, que apuesta por no resumir con elipsis cuando caemos en el trasiego conocido de toda pareja estable, cuando los conflictos pasan por pagar multas y enfadarse por hambre o aburrimiento. Sorogoyen pide compromiso, porque ¿quién querría ver una serie sobre la banalidad del domingo por la tarde, cuando no ocurre nada fuera de lo común y las cosas se tuercen por su propio peso?

Por suerte para el público hambriento, entonces añadiremos a la baza del testigo en presente algún que otro suceso (in)creíble y dramático –una muerte, una discusión de película, hasta un encuentro lynchiano– que nos vuelve a enganchar, mientras descongestiona el inicio de la segunda parte con pizcas de comedia picaresca y paréntesis de realismo mágico, a lo ‘Amélie’.

Bajo los lomos lustrosos de un cuento bien contado, igual que prometía la menos conseguida ‘El tiempo que te doy’, y siempre con el número total de episodios por promesa o condena, sostenemos un poco mejor el peso de un presente desnudo, incómodo y de fronteras lejanas, porque diez años son muchos, y diez capítulos son los suyos.

Una serie en la era del podcast

Pero a quién le importa que un podcast tenga muchos capítulos, si es bueno. También ‘Los años nuevos’ brilla más cuando abraza su espíritu conversacional, contemplativo, orondo. Lo sé, porque noto los estribos de cada réplica escueta y que va por trabajo. En el cuarto episodio, todo el reparto de familiares se sienta alrededor de una mesa con un solo fin: estiran el chicle de la paciencia ajena para provocar que cada cual exponga sus miserias de forma inmediata, explícita, con la naturalidad de quien se está cuarenta y cinco minutos alternando trozos de pan y de queso en la mano.

En cualquier caso, ‘Los años nuevos’ se emparenta sobre todo con la verborrea melosa de ‘La reconquista’, de Jonás Trueba y también con Carril, o de los cuentos de Éric Rohmer y sus Manic Dream Pixie Girls remojadas por los chascos. Comparten ambos el gusto perenne por los paseos, por el buscar la palabra adecuada y por un reparto calmado, que da volumen y aire a unos diálogos, por lo demás, de inteligencia antropológica. Un paréntesis: creo que el mayor hallazgo de los diálogos de la serie de Sorogoyen es empaquetar el pasado a flote de las cosas en sitios (“el hotel de París”, “la cama de Vinuesa”, “el erizo de Tarifa”, “la ducha de Toledo”). No hay forma más concreta y universal de asentar el tiempo.

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Inteligente rima con transparente

Sorogoyen se parte la dirección junto a Sandra Romero y David Martín de los Santos, nuevas promesas cumplidas del realismo español por sus respectivas ‘Por donde pasa el silencio’ y ‘La vida era eso’. Sus propuestas pasarán por una transparencia no falta de sentido crítico... Fijaos en cómo flexionan el gran angular que organiza todas las escenas: en fiestas, sirve para despistar y dejar que entre algo más de la realidad prevista en el campo, en los paseos cómplices une y centraliza a quienes van de la mano. El ancho del cuadro enseña a las parejas encamadas justo por debajo de la sábana (esa tela en la que nos arropamos por puro hábito) y, por último, empequeñece al individuo que camina a solas.

Rompen la transparencia un par de subrayados subjetivos dentro del marcado carácter diarístico que conduce la narración en el inicio de la segunda parte, como aquel plano detalle subjetivo de las arrugas de la madre de Ana, o el cogote nostálgico que suspende el ánimo de Óscar al volver al mítico refugio de la pareja, Casa Amparo. Por lo demás, impera el minimalismo como gran servidor de la palabra…

Un minimalismo que se agradece, aunque a ratos deje al desnudo decisiones más o menos esquemáticas: como en las metáforas esquemáticas de ‘Florence’, comprendemos demasiado pronto el papel de la música de Nacho Vegas por marcador anímico. Otras decisiones, en cambio, son de una agudeza encomiable. Ana trata de olvidar los baches de su ahora entre los compases optimistas del ‘Adelante, Bonaparte’ de Standstill, pero el ruido del tráfico invade sus auriculares mientras pedalea entre un copioso tráfico y la van interrumpiendo las llamadas entrantes y los audios de WhatsApp. Es-trés.

Por último, queda aplaudir una decisión de montaje sencilla pero vertebral. ‘Los años nuevos’ se deja visitar a cada episodio por retratos de parejas que ya han aparecido o que aparecerán en las conversaciones que vienen. Estas parejas se miran y nos miran, de frente y al otro lado de la pantalla, mientras sonríen con toda complicidad y cariño. Su aparición es tan gratuita como pura, subvierte los códigos de la verosimilitud y el tiempo del relato. Desafían a la muerte y, desde el otro-otro lado de la pantalla, permiten que nos veamos en ellas. Qué más queremos, de la ficción.

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