La gradual construcción de la arquitectura de derechos humanos es un logro histórico que demuestra lo lejos que podemos llegar mediante el diálogo y la capacidad de alcanzar acuerdos.
Por Jan Jarab
Para Clarín
La Declaración Universal de Derechos Humanos tiene un mérito difícil de igualar: a 76 años de su adopción, sus principios se mantienen vigentes. Sus preceptos de igualdad y no discriminación son hoy tan relevantes como lo fueron durante las negociaciones que llevaron a su adopción. Con altura de miras y visión de futuro, delegados de todo el mundo lograron consagrar en ella la obligación de los Estados de respetar, proteger y garantizar los derechos de todas las personas y su igualdad ante la ley.
Muchos asuntos centrales para los derechos humanos hoy -como los derechos de los Pueblos Indígenas, las personas con discapacidad o la diversidad sexual- eran invisibles para la sociedad de la época y no fueron explicitados en la Declaración. Pero su impacto reverbera en todo el desarrollo normativo internacional que le siguió, desde los derechos civiles y políticos hasta los económicos, sociales, culturales y ambientales.
La gradual construcción de la arquitectura de derechos humanos es un logro histórico que demuestra lo lejos que podemos llegar mediante el diálogo y la capacidad de alcanzar acuerdos. Los nueve tratados vinculantes que emanan de la Declaración Universal aterrizan sus principios a realidades específicas e ilustran el reconocimiento de que ciertos grupos y situaciones requieren protección especial, desde el racismo o la violencia contra las mujeres a la tortura, las necesidades de la infancia o la migración.
Argentina ha ratificado, de forma voluntaria y con amplio consenso, todos los tratados internacionales de derechos humanos, otorgándoles jerarquía constitucional. El país también ha asumido un notable liderazgo en la negociación de estos tratados -en particular la Convención contra las desapariciones forzadas- y aportado con la experiencia argentina al avance de los derechos más allá de sus fronteras.
Pero como en todas las grandes epopeyas, avanzar no ha sido fácil. En tiempos de Guerra Fría, los dos bloques dominantes preferían una lectura selectiva de la Declaración: unos resaltando las libertades civiles y políticas sobre sus obligaciones de cara a las necesidades básicas de la ciudadanía, y los otros solo los derechos económicos, sociales y culturales por sobre las libertades. Esta polarización se superó en 1993 con la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena, que estableció que los derechos humanos son universales, indivisibles y están relacionados entre sí.
En el mundo actual son múltiples los desafíos para los derechos humanos, no solo ante conflictos armados o regímenes autoritarios, sino también en países democráticos. América Latina no está ajena a esta realidad: las presiones de las industrias extractivas sobre los Pueblos Indígenas, la pobreza, el racismo, la discriminación contra las mujeres, las cárceles hacinadas o la violencia institucional, las barreras que enfrentan las personas con discapacidad o las deudas en justicia transicional tras las dictaduras del Cono Sur son solo ejemplos. Todo ello convive con nuevas amenazas como tendencias regresivas para los derechos humanos, la transparencia y la rendición de cuentas, los daños al ambiente y los desafíos de la era digital.
El 10 de diciembre representa una oportunidad de renovar nuestro compromiso con los derechos humanos en tanto autoridades, organizaciones, la academia, el sector privado o la sociedad civil. En un mundo convulsionado como en el que vivimos, renovar este compromiso es indispensable, sea cual sea nuestro rol en la sociedad.