Lo que ha fracasado y está condenado a seguir fracasando no es la integración regional sino el modelo de integración proteccionista e industrialista.
Por Fernando Iglesias
Para Clarín
Después de sus éxitos -político en los ‘80 y económico en los ’90- el Mercosur está agotado. El comercio intrazona disminuye desde 2011, sus instituciones están desprestigiadas, tres de sus estados-miembro (Argentina, Brasil y Venezuela) son los únicos que retrocedieron en la última década en Sudamérica, y los países que lo integran empiezan a percibirlo como un incómodo corset que dificulta su integración a la economía mundial.
Sin embargo, lo que ha fracasado y está condenado a seguir fracasando no es la integración regional sino el modelo de integración proteccionista e industrialista de quienes han hecho del Mercosur una fortaleza aislada del resto del planeta en vez de una plataforma útil al comercio, las inversiones y la integración a las cadenas de producción globales.
El Mercosur es hoy un muro pero puede ser mañana un puente, y el reciente desbloqueo del proceso de firma del acuerdo con la Unión Europea puede ser un paso trascendental en su construcción. Es también, probablemente, la última oportunidad para el bloque, ya que establece un control de calidad para una región que lleva tres décadas discurseando sobre la Patria Grande sin haber alcanzado una institucionalidad, ni una unidad aduanera, ni un mercado interno común dignos de ese nombre.
Su importancia no se reduce a lo comercial. El acuerdo es beneficioso porque: 1) crea un enorme mercado común (800 millones de personas y 25% del PBI mundial), el más grande del mundo, que viabiliza inversiones de gran escala y abre la inserción en cadenas de producción globales -no solo minería y combustibles, sino industria y servicios- que la economía argentina no puede alcanzar por sí sola; 2) alinea geopolíticamente a la región con las democracias del mundo, alejándola del frente autocrático de China y los BRICS; y 3) obliga a una modernización de la economía en plazos razonables pero estrictos que hará al país más competitivo y no depende de la voluntad de los gobiernos ya que, una vez firmado, el acuerdo adquiere rango constitucional.
Los avances en la cumbre de Montevideo son importantes pero el camino de la aprobación definitiva es aún largo y difícil. En 2019, el gobierno de Macri logró concluir negociaciones que llevaban dos décadas, pero el proceso de aprobación se paralizó porque el lobby agropecuario europeo pudo bloquearlo con la excusa de la ecología. La aceptación de la Unión Europea de las condiciones compensatorias exigidas por los países del Mercosur para aceptar esas modificaciones no implica la entrada en vigor del acuerdo, pero destraba el proceso.
Para aprobarlo enteramente en sus dimensiones económica y política se requiere la unanimidad de los 27 países de la UE, sancionada por sus parlamentos. Un objetivo imposible hoy. Pero su parte comercial puede entrar en vigor con la sola aprobación del Consejo Europeo (mayoría calificada: 55% de los Estados-miembro que representen al menos el 65% de la población) y de los parlamentos nacionales de los países del Mercosur.
Este es el proceso que se inicia ahora, en el cual será decisivo el aporte de países como Italia para bloquear la oposición francesa, así como la voluntad de nuestros congresos para avanzar en la transformación del Mercosur-muro en un Mercosur-puente.
Como todo acuerdo de integración económica, el de Mercosur-Unión Europea apuesta a una mejora de ambas economías basada en la integración de las cadenas productivas, las inversiones y la especialización.
Como toda forma de integración al mundo, implica el potenciamiento de los sectores competitivos de la economía y la obligación, para los demás, de enfrentar el desafío de la modernización.
No es casual pues que las resistencias provengan de los sectores atrasados de ambos bloques: el agropecuario europeo y el industrial-manufacturero mercosureño, que en Argentina lleva décadas parasitando al resto de la economía y subsistiendo en base a protecciones aduaneras, subsidios gubernamentales y la acción de expertos en mercados regulados, expertos en cazar en el zoológico en nombre del trabajo nacional.
Y bien, tras décadas de proteccionismo industrialista la mitad de los argentinos son pobres, la mitad de los trabajadores está en negro y la industria aporta menos del 10% del total del empleo nacional. Algo parecido sucede en Europa con el sector agropecuario, que representa solo el 1,4% del PBI pero se lleva el 30% de los subsidios de la Unión Europea a la que insulta.
Son estos sectores lo que se resisten a invertir, modernizarse y competir. Minúsculos en importancia pero poderosos en su capacidad de lobby. Los tractoristas franceses, allá. La alianza histórica entre la CGT, la UIA y el peronismo, aquí.
Cerrar el acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea es decisivo para entrar finalmente en el siglo XXI. Lejos de ser contradictorio con otras opciones -como un acuerdo con la EFTA o un TLC con Estados Unidos- puede ser el primer paso en la dirección correcta que el Mercosur da en décadas.
Las resistencias en el Consejo Europeo y en el Congreso argentino serán enormes, y superarlas será un golpe contundente a las estructuras corporativas que desde la creación del IAPI (1946) han destruido la competitividad y el bienestar de nuestro país.