La diputada nacional por La Libertad Avanza reivindicó al polémico ex senador norteamericano. También intentó vincularlo a las elecciones en los Estados Unidos.
Por Osvaldo Pepe
Para Clarín
“Pero... ¿qué hizo McCarthy realmente? Dijo que los comunistas habían infiltrado el gobierno, la academia y el arte. ¿Mató a alguien? No. ¿Qué hizo además de tener razón? Si se hubiera equivocado hoy alguien como Kamala Harris no sería candidata y no existiría agenda 2030″, disparó a través de la red social X la diputada Lilia Lemoine. Lo hizo bajo su derecho a opinar libremente, como cualquier ciudadano, incluidos los periodistas, aunque con una cuota nada desdeñable de ignorancia histórica. A menos que no ignore y conozca, aunque fuere a vuelo de pájaro, las ideas y las políticas de Joseph McCarthy y haya decidido defenderlas con encomio y vocación propia del fervor militante libertario.
El senador republicano estadounidense de los años 50, artífice de la caza de brujas más destemplada del siglo XX en su país, orientada principalmente a la cultura, los artistas, la ciencia y toda aquella sombra que se meneara y semejara algún parentesco con la prédica “subversiva del comunismo”, las ideas de izquierda y el elemental derecho al disenso en el escenario de la Guerra Fría desatada entre la Casa Blanca y la nomenclatura soviética del Kremlin. Fue tan intensa la prédica persecutoria de McCarthy en su país, propia del fascismo y aún de un estalinismo con signo opuesto, sin la hoz y el martillo y con la bandera de las rayas y las estrellas como escudo, que dio origen a un sustantivo. Creó la palabra macartismo, que según una de las definiciones conocidas fue una corriente de pensamiento y de acción sostenida en “acusaciones de deslealtad, comunismo, subversión o traición a la patria en las que no se tiene el debido respeto a un proceso legal justo donde se consideren los derechos humanos del acusado”, como se lee en un rastreo rápido de Internet. Con más o menos vuelo y detalle, no hay fuente que no coincida con esa caracterización. Ni del personaje en cuestión ni de este período oscuro de la historia.
La actual diputada, con pasado de maquilladora e influencer, lo cual no desmerece su derecho a la opinión, suele reflejar las posiciones del presidente Milei. O al menos es habitual que las enarbole en defensa de su figura. No quiere decir que lo haya hecho esta vez, pero sí lo hizo en medio de una suerte de movida “depuradora” que parecen impulsar en el entorno más político del jefe de la Casa Rosada, a partir del escándalo en la Cancillería por el voto contrario al embargo a Cuba en la ONU.
Vale recordar que en su tiempo McCarthy no actuó sólo. Se apoyó, sobre todo, en las cloacas del poder de Washington y de las cruzadas más turbias de la Inteligencia de una “Casa Blanca paralela”, construida por el temible James Hoover, jefe del FBI desde 1924, cargo que sólo dejó a su muerte en 1972. a los 77 años, tutor implacable de operaciones al borde de la legalidad o en detrimento de ella, padre de carpetazos y misiones de un espionaje que no disimuló la impunidad, a quien temieron desde los mismísimos presidentes de la poderosa democracia del Norte, hasta los simples ciudadanos. Si Hoover fue la policía de influyentes sectores del poder político, McCarthy fue la policía del pensamiento. Quizá no hubiesen existido uno sin el otro.
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Aquel tiempo nefasto fue posible a partir de esa empatía entre Hoover y McCarthy: ambos impulsaron las redadas masivas, solapadas o a la luz del día, persecuciones, encarcelamientos sin pruebas ni derecho a defensa, bajo el dedo acusador de la traición que dirigía a su antojo el Comité del Senado que presidía McCarthy. Podría decirse que lo que en verdad se castigaba era la desobediencia al poder. Procesos irregulares, listas negras, caza de brujas, como bien describiera Arthur Miller en “Las Brujas de Salem” (1953). La simple sospecha de simpatía con ideas comunista bastaba para que el rayo flamígero de la venganza no reconociera famas ni pergaminos.
La historia está por testigo. La diputada Lilia Lemoine, seguramente, no tenía el dato de quién fue la víctima más célebre, absurda y repudiable de las políticas, la “cultura ambiente” y el espíritu sembrados por McCarthy, que efectivamente, y hasta donde se sabe, no mató a nadie. O sí: Washington terminaría obligando al destierro (una forma sutil de la muerte) a Charles Chaplin, dueño de un talento irrepetible y de una ternura entrañable. Quizá lo que más temían de él en la membresía del “club de McCarthy” y sus gendarmes ideológicos era su crítica filosa, inteligente, detrás de los gags desopilantes del hombrecillo de los zapatones, el andar desparejo, el bastón y el bombín negro: una silueta que el mundo jamás olvidará.
Lo acusaron de “peligrosamente progresista y amoral” y de tener “una actitud hostil y de menosprecio hacia el país gracias a cuya hospitalidad se ha enriquecido”. El Comité de Actividades Antiestadounidenses, apoyado en carpetazos de Hoover y la prédica constante del senador republicano, puso en la mira a Chaplin, hasta que en 1952 la Fiscalía General de EE.UU. dio instrucciones para detenerlo a él y a su familia cuando se disponía a viajar a Europa para el estreno de “Candelejas”, su joya crepuscular. Acusado de “pertenecer al Partido Comunista”, Chaplin lo negó siempre, pero nunca abdicó de sus ideas progresistas, Por cierto, no son la misma cosa. Hasta podrían ser vistas como todo lo contrario.
El autor de “Tiempos Modernos” y “El Gran Dictador” no fue el único que cayó en la cruzada mesiánica en presunta defensa de la pureza ideológica del tóxico clima de la Guerra Fría. Ethel y Jules Rosenberg, matrimonio de estadounidenses de origen judío, militantes comunistas, en un proceso controversial que llegaría a nuestros días, terminarían en la silla eléctrica el 19 de junio de 1953, en base a una antigua ley de 1917 y bajo el clima de época, ambos serían acusados de espionaje en favor de la Unión Soviética, por la presunta filtración de datos clave sobre la investigación nuclear en Los Alamos, que terminaría pariendo a “Little Boy”, la primera bomba atómica de la historia. También el científico Julius Robert Oppenheimer, considerado uno de los padres de esa bomba, fue un perseguido de la ola macartista por el mismo motivo y los mismos argumentos. No fue condenado, y sólo tardíamente sería reivindicado por la élite política y científica de su país.
Defender a McCarthy hoy es revivir heridas y atropellos de un pasado polémico y arbitrario. Hollywood, la usina más inteligente y exitosa de la difusión cultural de los valores estadounidenses por el mundo, fue también centro de los ataques de “la cultura McCarthy”. Chaplin está y estará por siempre en el panteón de los grandes de la cultura de todos los tiempos. En cambio, McCarthy terminaría sus días desprestigiado, olvidado y alcohólico. Nadie lo recuerda, salvo Lemoine.