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Opinión y Actualidad

Un paisaje libanés: el cráter de nuestro mundo

Mientras están llegando las frescas y confusas noticias desde el Líbano sobre una nueva guerra que será inaugurada, sigo sin poder despegarme de una imagen de hace solo unos días. Un gigantesco cráter en las afueras de Beirut, resultado de la explosión de la bomba israelí que destruyó el búnker subterráneo del secretario general de la organización político-militar libanesa Hezbolá, Hassan Nasrallah.

02/10/2024

Por Oleg Yasinsky
Para RT

Dicen también que la aviación israelí tiró en el mismo punto decenas de bombas de una tonelada o más. El enorme hoyo en la tierra con un revoltijo de estructuras metálicas, piedras, hormigón y, seguramente, restos humanos, en un lugar rodeado de edificios inutilizados por la onda explosiva, se ve como la metáfora más precisa de la probable obra final de nuestra absurda civilización, la misma que siglos tras siglos llenó las bibliotecas con libros que pretendieron enseñarnos los valores del humanismo y del amor al próximo (prójimo).

Durante este último año, el gobierno de Israel, bajo la excusa del ataque que realizó la organización palestina Hamás el 7 de octubre pasado, como de costumbre, no solo aplicando su lógica medieval multiplicó por 40 el número de víctimas civiles del adversario más débil. Aparte de eso, sus fuerzas armadas, llamadas el "Ejercito de Defensa de Israel", reiteradas veces atacaron a casi todos los países vecinos y, al parecer, han hecho todo lo que podían para desatar una guerra contra Irán. Si existe algo que nunca le ha importado al Estado de Israel es la soberanía de los otros países.

Los horrendos crímenes del Holocausto nazi en la Segunda Guerra Mundial sirvieron a Israel como escudo para defenderse de los críticos a su política genocida, a los cuales se tildaba de "antisemitas" o "fascistas". Ahora, los delitos de Hamás contra los civiles israelíes hace casi un año son la coartada oficial preferida de la política nazi que con gran orgullo e infinita soberbia practica el Estado de Israel.

A lo largo de los años y con el permanente e irrestricto apoyo de EE.UU., Israel se convirtió en un laboratorio de descomposición humana con su propia población, extremadamente nacionalista, intolerante y violenta, un proceso absolutamente idéntico al que se aplica ahora el mismo poder en Ucrania. Este poder que ni es judío y ni siquiera anglosajón, es una máquina de muerte que no tiene nacionalidad ni patria: se llama neoliberalismo. Su principal enemigo es la cultura de todos los pueblos.

Antes de entrar en estado de conflicto permanente con el mundo árabe, las autoridades israelíes ganaron una primera guerra, que fue contra la cultura de su población, contra la gran tradición humanista y profundamente especial del mundo judío de Europa del Este.

Todo esto mutó en lo peor del paisaje cultural de una provincia norteamericana, prepotente, ignorante y vulgar. La maravillosa cultura judía en ídish, que traía los ideales socialistas y rebeldes de la gran Revolución rusa, el heroísmo de los rebeldes del ghetto de Varsovia y de los constructores de los primeros kibbutz, fue reemplazada con el cuento universal de la eterna víctima, siempre odiada y perseguida por todos y con un derecho supremo a todo. Y ya que las víctimas nunca son responsables de sus actos, el Estado de Israel, una extraña formación colonial, sin Constitución pero con armas nucleares, convirtió su política exterior en una permanente burla al derecho internacional y a los patéticos lloriqueos de una tal ONU, obviamente, también "antisemita".

En el medioevo del siglo XXI, cuando el asfixiante déficit de ideas para el futuro se compensa con la rápida reproducción y expansión de los fantasmas del pasado, cuando los nacionalismos de todo tipo compiten por cuál de ellos se madura primero en nazismo, Israel es un campeón indiscutible.

Pero esta competencia no sería posible sin otro campeonato mundial: el de la hipocresía. En el mundillo de los progresismos ya desde hace tiempo se hizo políticamente correcto de vez en cuando criticar a Israel, convocar marchas en su contra y, a veces, hasta romper las relaciones diplomáticas.

¿Pero quién y cuándo alguna vez tuvo el valor de romper las relaciones y los negocios con el verdadero dueño del pequeño Estado fascista de Medio Oriente, que son los EE.UU. de América? ¿Quién supo ver que el verdadero problema no era Israel, sino el sistema que lo convirtió en lo que es y que lo hizo imprescindible para su propia existencia? La extraña lógica del mismo sistema que nos riega con bombas y mentiras de alto tonelaje desvía cualquier crítica de fondo hacia la ordinaria acusación que es "defender a los terroristas".

"El terrorismo" siempre es lo del más débil, pero el terrorismo del fuerte siempre es "legítima defensa", es su derecho. Ahora qué dirán del viejo judío Marx, quien se atrevió a llamar a los proletarios de todos los países para que se unieran (imagínense, a los proletarios hebreos con los proletarios palestinos), ¿también habría mostrado su verdadera esencia antisemita? ¿O de Sholom Aleichem, Albert Einstein y Noam Chomsky, los genios judíos antisionistas? ¿Quién de los israelíes que se jactan en sus nauseabundos memes nazis por el número de premios Nobel judíos versus otros pueblos sería capaz de entender a los verdaderos y grandes pensadores de su pueblo o, por lo menos, escuchar si quiera un solo pensamiento discrepante sin insultar ni agredir, como suele pasar en "la única democracia del Medio Oriente"?

Igual que los asesinatos selectivos de sus adversarios políticos que orgullosamente practica el régimen israelí desde hace décadas a cientos y a miles de kilómetros de sus fronteras, en los medios de información y plataformas digitales del mundo que controlan las mismas fuerzas que fabricaron el actual Estado de Israel, también se realiza el genocidio del pensamiento crítico con una fijación especial en sus vertientes humanistas. Se hace de todo por esconder lo más evidente: que el peor enemigo del pueblo judío no es Hezbolá ni Hamás, sino el Estado de Israel, que desde su fundación lo tiene secuestrado.

Ahora estamos mirando al mundo desde el borde de un cráter de una bomba que, aparte de destruir el búnker de Nasrallah, perforó varias capas culturales cerca del epicentro de nuestra civilización e historia.

Los hoyos de las bombas de varios metros de profundidad se convierten en el reflejo postmoderno de un nuevo urbanismo: en vez de los rascacielos, los rascatierras, cavando también las cuevas para nuevas generaciones humanas cada vez menos humanas, objeto de nuevos experimentos del poder neoliberal, quienes para sobrevivir tendrán que convertirse en ratas capaces de esconderse rápidamente en estos hoyos sembrados por la democracia y el progreso.