El poder de la música no acaba de endulzar su grandilocuencia.
Por Javier Ocaña
Para Cinemania
Es curioso como, de un tiempo a esta parte, la música clásica y el ballet se están convirtiendo en los paradigmas cinematográficos de la malsana competitividad del ser humano contemporáneo. Mucho más que el deporte u otros ámbitos, en principio, menos artísticos. El último ejemplo es esta película belga dirigida por el veterano Dominique Deruddere y ambientada en el prestigioso concurso internacional para jóvenes intérpretes Queen Elizabeth, que en el apartado de piano nació en 1938.
La primera parte de El concurso de piano, con la decena de finalistas enclaustrados en la casona del título original, ensayando, sin móviles, sin alegrías y en un régimen casi carcelario, es de película de terror. Tan exagerado y pomposo que, aunque pueda tener visos de realidad, resulta poco verosímil y tremendista tal y como lo expone Deruddere, sobre todo por el trauma familiar asociado a la protagonista y por la cantidad de sociópatas por metro cuadrado que parecen ser al mismo tiempo genios del piano.
Y aunque en el último tercio remonte con las bellas interpretaciones en el teatro y con una potente secuencia que, con montaje paralelo, desvela el origen de los traumas de la joven al tiempo que encauza su rabia con la música, ya es un poco tarde.