Milei ahora está obligado (y apremiado) a demostrar su aptitud para utilizar las herramientas de la ley y los efectos positivos que prometió tendrían.
Por Claudio Jacquelin
Para La Nación
El Gobierno, al fin, podrá celebrar. Aunque debió esperar un semestre o, mejor dicho, 200 días, seis jornadas de sesiones parlamentarias y casi 90 horas de debate en las dos cámaras del Congreso hasta tener su primera ley desde que asumió el 10 de diciembre pasado.
Para llegar a este desenlace feliz, el Poder Ejecutivo debió recortarle casi dos tercios al proyecto inicial conocido como “Ley de Bases y puntos de partida para la libertad de los argentinos” (pasó de tener 664 artículos a 238) y comenzar su tratamiento desde cero casi dos meses después del primer debate de la iniciativa original en la Cámara de Diputados, el 31 de enero. No se puede decir que se esté ante un ejemplo de productividad y eficiencia.
Sin embargo, Milei ahí tiene las bases y, sobre todo, el punto de partida que tanto le costó alcanzar para comenzar la esperada segunda fase de la gestión, con las herramientas que le demandó al Congreso sin demasiados recortes adicionales. Ahora está obligado (y apremiado) a demostrar su aptitud para utilizarlas, los efectos positivos que prometió tendrían y si alcanzará una velocidad crucero estable para alcanzar resultados.
El tiempo no pasó en vano para el oficialismo, pero tampoco para los opositores. Sean estos dialoguistas o acérrimos críticos. Poco se parece el escenario de hoy, tras la sanción, al que había hace cinco meses, cuando comenzó a tratarse en el recinto de la Cámara baja. Ninguno es lo que era y todos se ven un poco más ajados.
El Gobierno debió someterse a las restricciones que impone gobernar en un Estado de Derecho de un régimen republicano, representativo y federal. Ni más ni menos. Demasiado rápido vio esfumarse los sueños (y amenazas) de imponer y llevar adelante sus políticas sin diálogo ni negociación, por la vía de decretos o de plebiscitos de realización imposible, con la idea de sortear su condición de minoría absoluta en el Congreso. La delegación de facultades que ahora logró, aunque acotada, será una palanca poderosa para forzar la marcha y aliviar su fragilidad parlamentaria.
La legitimidad de origen y el mayoritario apoyo popular que Milei conserva un semestre después de haber lanzado un ajuste sin precedente dieron motivos al oficialismo para confiar en el poder que le confería el estado de excepción de la opinión pública. Una sociedad mayoritariamente dispuesta a tolerar o aprobar todo lo que proponga el Poder Ejecutivo con la esperanza de que cambiara de raíz una realidad agobiante, se pusiera fin a una larguísima agonía económica y social, y se terminara con un pasado que dejó la pesada herencia vigente, encarnado por todos o casi todos los que fueron derrotados en las elecciones.
Pero la división de poderes y el régimen federal están vigentes y la institucionalidad pone límites al decisionismo. Son las reglas del juego que al presidente Javier Milei parece haberle costado mucho aprender y aceptar, pero a las que de hecho terminó sometiéndose y adaptándose.
Tanto él como su equipo y sus proyectos sufrieron hasta último momento cambios, empezando por el reemplazo del primus inter pares de los colaboradores presidenciales. El hermético y tecnocrático (ex)amigo mileísta Nicolás Posse debió dejarle el cargo de jefe de Gabinete al (aún) amigo político y negociador nato Guillermo Francos, que tejió y destejió, aceptó condiciones y tramitó concesiones para llegar a este desenlace. Una curva de aprendizaje empinada, que podría empezar a aplanarse. Dependerá de las conclusiones que saque de este complejo proceso el triángulo del poder, compuesto por Javier y Karina Milei y el superasesor Santiago Caputo.
A pesar de todos los traspiés, el resultado final que deja la sanción de la Ley Bases es más que positivo para el Gobierno, aun con todas la modificaciones sufridas hasta el final por el proyecto, lo cual reafirma el error de haber retirado el primer proyecto el 6 de febrero pasado, tras haber sido aprobado en general, para no aceptar cambios en particular.
Tanto Francos como Federico Sturzenegger, cerebro de las reformas y aún ministro en gateras, habían reconocido en la intimidad que aquella decisión fue un desacierto y resultaron cruciales en el cambio de estrategia, aunque Milei no lo admita. Sabe que no puede alegar su propia torpeza e ignorancia (en este caso de la práctica parlamentaria). Paga más culpar a los adversarios que él convierte en enemigos. Por eso, los opositores dialoguistas también querían que se sancionara de una vez y es un punto de partida para despegarse de la acusación de poner palos en la rueda y no ser corresponsables de la falta de resultados o de los errores del propio oficialismo.
“Un verdadero problema para el Gobierno habría sido que no lograra la sanción de la ley. No importa que la que salió sea mucho menos reformista o que haya perdido la posibilidad de contar con más recursos, por ingresos o por privatizaciones. Son banderas que se debieron bajar y concesiones que hubo que hacer, pero lo que está ya da el marco legal y político que esperaban los actores económicos. Si el Congreso lo hubiera rechazado, habría sido un golpe demasiado duro, casi irremontable”, admite uno de los funcionarios que trabajaron para lograr la sanción.
Con ese diagnóstico coinciden sin matices los principales dirigentes de la oposición dialoguista, empresarios e inversores locales y extranjeros. El contrafáctico juega a favor del Gobierno y ennoblece lo conseguido. De todas maneras, con la sanción no se agotan los desafíos ni se abre automáticamente el camino para la recuperación, el crecimiento y el fin de las penurias. Es una ley. No la lámpara mágica. En la Casa Rosada y, más aún, enfrente, en el Palacio de Hacienda, lo saben.
El trámite parlamentario dejó también otras consecuencias que el Gobierno puede imputar en el haber. La fragmentación de la oposición, expresada en las disputas internas de cada espacio que todos los días salen a la luz, se confirmó y potenció con los hechos ocurridos en el recinto.
El tiempo transcurrido agrietó aún más al peronismo, que debe lidiar con el error de sus pronósticos agoreros respecto de la vigencia de la popularidad de Milei y su gobierno, así como con las necesidades de quienes deben gobernar territorios. A eso se suman las ya añejas y antes silenciadas diferencias de fondo respecto del liderazgo del espacio. Cristina y Máximo Kirchner lo padecen como pocos.
Sectores sociales donde tradicionalmente se imponía la boleta peronista muestran una aceptación o tolerancia al Gobierno que compite con la afinidad y condescendencia que muchos gobernadores del movimiento nacional y popular muestran hacia el gobierno libertario. El bastión del norte muestra fisuras profundas. Queda la resistencia bonaerense, aunque ahí son inocultables los desafíos al liderazgo kirchnerista, incluso de muchos que hasta hace poco se sometían sin discusión a todo lo que saliera del Instituto Patria e, incluso, de La Cámpora. Otra hegemonía en crisis.
Rompecabezas sin manual
El peronismo es un rompecabezas sin manual para armar del que se desconoce si tiene todas las piezas para reconstruirse o si algunas ya están por formar parte de otro paisaje. Pero no se ve mejor el panorama en el resto de las fuerzas opositoras.
El radicalismo parece haber vuelto a su estado comatoso posterior al 2001, aunque cuente con el gobierno de cinco provincias. El lema fundacional “que se rompa, pero no se doble” podría ser ahora una expresión de deseos.
Parece difícil encontrar señales de identidad y de un mínimo y común afecto societario entre sus principales referentes. Que el presidente de la UCR, Martín Lousteau, en su condición de senador, haya votado en el debate de esta ley contra lo que votaron el resto de su bloque y la mayoría de la bancada radical de Diputados sería una anomalía insuperable, tanto como que haya llegado a ese cargo partidario casi sin pasado en una fuerza más que centenaria que ha hecho un culto de la trayectoria militante. Pero mucho más notable es que eso pase sin consecuencias. Como si nadie pudiera hacer nada para evitar la descomposición.
Así se entiende que varias de las figuras más jóvenes del partido prefieran dedicarse a la construcción política personal y tratar de blindar su territorio con la ilusión de poder proyectarse hacia algún futuro. Aunque muchos ya casi dan por perdida la elección del año próximo y buscan hacer contención de daños con la mira puesta en 2027. Una eternidad.
Nada mejor están las cosas en Pro. La sanción de la Ley Bases es también para el partido de Mauricio Macri y (todavía) el de Patricia Bullrich el punto de partida para intentar la reconversión. La certeza cristalizada en la mayoría de sus dirigentes de que sus votantes son buena parte de la base de sustentación oficialista aturde a los macristas puros que ven que en el gobierno de Milei solo hay receptividad para los dispuestos a rendirse sin condiciones.
Los amarillos que ya se rindieron, como Bullrich, buscan ahora maximizar la renta de su apuesta y aportarle a Milei todo el capital que les queda, a cambio de ser parte del poder. A pesar de que ya han probado que no hay concesiones vitalicias y que ese poder no es un bien ganancial. A los libertarios no les gusta el colectivismo ni el cooperativismo. El individuo manda y no comparte. Hay que ganárselo.
El resto compone un magma, sin perspectivas de solidificarse en alguna forma previsible hoy. Los peronistas federales, junto a sus aliados republicanos, se ilusionan con encontrar una diagonal que atraviese los espacios conocidos y permita construir una nueva opción.
En esta geografía, la Coalición Cívica de Lilita Carrió vuelve a su lugar testimonial en defensa de la república y contra acuerdos espurios.
Para eso encuentra oportunidades únicas que le brinda el Gobierno con sus concesiones a la casta (representada al extremo con la postulación de Ariel Lijo a la Corte), con su lucha más que selectiva contra la corrupción (limitada mayormente a la persecución de “los gerentes de la pobreza”) y con la permanencia en cargos relevantes de exfuncionarios massistas o kirchneristas. Carrió pude decir, como Aníbal Troilo: “Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio, ¿Cuándo… pero cuándo? Si siempre estoy llegando”.
La hiperfragmentación de la oposición, sin embargo, no debería llevar al Gobierno a relajarse, ya que puede acarrearle nuevos desafíos. La falta de interlocutores autorizados y la dispersión de espacios con los que negociar generan ausencia de ordenadores y, muchas veces, mayores costos. El tratamiento del presupuesto, dentro de algo más de dos meses, será un test complejo. La asignación de recursos y el cálculo de gastos siempre son un motivo de debate arduo, más cuando se trata de la discusión de prioridades para un año electoral.
Antes, el Gobierno podrá alcanzar la firma del Pacto de Julio, después del fiasco de mayo. Un hito con más de simbolismo que de contenido. Pero los puntos de partida necesitan de hitos que los simbolicen. Como un kilómetro cero. Aunque el vehículo oficialista ya tiene una buena distancia recorrida y varias reparaciones obligadas por una conducción en proceso de aprendizaje.
Por eso, el equipo económico da forma a los últimos detalles sobre la segunda fase del programa que dará a conocer próximamente, como esperan los inversores y demanda el FMI. El punto de partida está. Esas serán las nuevas bases.