El Presidente elogió más de una vez a la ex primera ministra británica, a quien ponderó como “una de las grandes líderes de la humanidad”, un ejemplo a seguir. Pero, ¿son comparables sus personalidades, sus ideas económicas y sus políticas públicas? ¿Qué hizo la líder conservadora y qué está haciendo el jefe de Estado argentino?
Por Alberto Amato para Infobae - Hace ya más de tres meses que el presidente Javier Milei no menciona, lo hacía con cierta obsesión, o al menos con cierta recurrencia, a la ex primer ministra británica Margaret Thatcher. Milei, que si a menudo es desaforado en el insulto lo es también en el elogio, proclamó a la Thatcher, que murió hace casi once años, como “una de las grandes líderes de la humanidad”. Lo hizo, tal vez haya sido esa la última vez, en el debate presidencial con Sergio Massa en noviembre pasado. Massa reaccionó rápido y le reprochó su adhesión a una “enemiga” de Argentina cuando la guerra de Malvinas. Pero Milei no pensaba en Malvinas cuando hablaba de liderazgo mundial, sino en la gestión de gobierno de Thatcher y a la impronta que esta dejó en Gran Bretaña.
Las comparaciones entre Milei y Thatcher pueden resultar vanas y antojadizas. Pero son amenas y placenteras, tal vez hasta interesantes, porque contienen un grado de arbitrariedad y de capricho que las hace posibles por un lado e imposibles por otro. Toda posibilidad de paralelo se anula a la hora de comparar resultados de gestión porque Thatcher terminó la suya en 1990, hace treinta y cuatro años, y Milei inició su gobierno hace casi ochenta días. El “antes” es posible confrontarlo; el “después, no”.
Thatcher lideraba una potencia atómica mundial, la segunda potencia financiera del mundo, en una alianza soldada a fuego con Estados Unidos, conducida por Ronald Reagan, y enfrentada, los dos países junto al Papa Juan Pablo II, a la Unión Soviética que buscaba reforma y transparencia de la mano de Mikhail Gorbachov. No es ni el país, ni el escenario que gobierna Milei.
Milei es un poco excéntrico; a su modo, Thatcher también lo fue. El Presidente propone reemplazar el peso argentino por el dólar, idea, reemplazar la libra por una moneda extranjera, que jamás cruzó por la mente de Thatcher. Milei impulsa la privatización de la mayoría de los sectores de la economía, cosa que Thatcher hizo en los primeros tiempos de su gobierno con British Petroleum, British Aerospace, British Gas, British Telecom, British Airways y Jaguar. De paso, mientras privatizaba, Thatcher impuso una rígida política monetarista que, por primera vez en setenta años, lanzó a la calle en Gran Bretaña a dos millones de desocupados. Thatcher privatizó pero no desnacionalizó. Resta saber si Milei tendrá ese prurito si las leyes de mercado ordenan que empresas extranjeras se ocupen de las privatizadas argentinas.
En su libro “Liderazgo – Seis estudios sobre estrategia mundial”, un extraordinario análisis histórico y político sobre la personalidad de seis líderes mundiales, Henry Kissinger, que murió en noviembre pasado a los cien años, se ocupa de Thatcher. Antes, señala una característica común al resto de los líderes a los que retrata: Konrad Adenauer, Charles De Gaulle, Richard Nixon y Lee Kuan Yew: destaca que todos fueron “moldeados por las circunstancias”: un delicado giro diplomático que Kissinger usa para rescatar la capacidad de esas figuras mundiales para adaptarse a la realidad, aun para modificarla. Todavía es un enigma saber si el presidente Milei será capaz de dejarse moldear por las circunstancias, o por cualquier otro factor, sin ver en ello un humillante abandono de sus principios.
En este juego de los siete errores, y las siete coincidencias, el estilo de Thatcher y Milei es muy semejante: directo y a matar. Thatcher lo hizo con mayor fundamento y recursos lingüísticos que los que usa Milei, más fiel a los giros “tribuneros” que incluyen el insulto directo, la alteración ofensiva del apellido de sus adversarios, o la calificación de traidores a los partidarios que, en forma ocasional, no coinciden con su pensamiento o sus decisiones, una salida que a Thatcher jamás se le ocurrió y que sus colegas conservadores nunca le hubiesen aceptado.
En el “antes” hay patrones similares y diferentes entre Milei y Thatcher. Con la intención pícara de emparejar de alguna forma a ambas figuras, la imagen de Thatcher fue presentada como la de un “outsider” de la política, como lo fue Milei, o al menos como se lo consideraba. No era verdad. Thatcher entró al Partido Conservador en los años 50, antes de cumplir treinta años y después de presidir en Oxford la Asociación de Estudiantes Conservadores. En 1959 fue elegida para el Parlamento por un distrito electoral de Londres y al año siguiente dio su primer discurso en la Cámara de los Comunes. Conoció desde muy joven los rincones, los claros y los oscuros, del sistema parlamentario británico cuando tenía treinta y cuatro años.
El partido le abrió las puertas de su sección ejecutiva y en 1970 fue ministra de Educación, desde donde eliminó la distribución gratuita de leche a todos los escolares, lo que le valió el apodo de “ladrona de leche”. Fue en ese cargo donde Thatcher se hizo al oficio de gobernar, siempre duro e ingrato, y al de negociar. Fue durísima en toda negociación, pero no fue ni arriesgada ni tonta. Supo siempre cuáles eran los senderos por los que andaba y cuál era la importancia de cada una de las instituciones políticas del Reino Unido. Es muy difícil imaginar a Thatcher calificar como “nido de ratas” al parlamento británico, como Milei hizo hace pocos días con el Congreso argentino.
Para Thatcher, negociar era un ingrediente más de la política, no veía en la negociación una claudicación de ideales, como parece considerarlo el presidente Milei en su guerra declarada contra la “casta”, sustantivo despectivo que engloba a todo el espectro político, incluido el Poder Legislativo. A juzgar por su actual enfrentamiento con los gobernadores de las provincias argentinas sobre el apoyo a sus proyectos de ley versus la coparticipación de impuestos, Milei tiende a usar métodos vecinos a la extorsión, recurso que a Thatcher tal vez nunca se le hubiera ocurrido.
La realidad dice que, cuando Milei definió en parte su futura gestión de gobierno en su discurso inaugural, frente a la gente y de cara a la Plaza de los Dos Congresos, en vez de hacerlo ante la Asamblea Legislativa, recurrió a una frase de Thatcher para resumir, o intentar resumir, la crisis que, afirmó, afectaba a la Argentina: “No hay alternativa”. La mismas tres palabras, cuatro en inglés, usó la primer ministro británica cuando empezó a aplicar sus políticas de neoliberalismo: “There is no alternative” que, por sus iniciales, se conoció como “Pensamiento Tina”. La opción “es esto o es el desastre”, está ampliamente analizada y criticada por Naomi Klein en su famoso libro “La doctrina del shock”.
Otro punto de coincidencia entre el presidente argentino y la doctrina de hace tres décadas de Margaret Thatcher, remite a la justicia social: ambos la rechazaron de plano. Para Milei es poco menos que “el cáncer argentino”, dijo tal vez en referencia al artículo 14 bis de la Constitución Nacional que consagra derechos sociales y sindicales cuestionados hoy por los libertarios. “El concepto de justicia social –dijo Milei- es aberrante; es robarle a alguien para darle a otro”. También afirmó: “Se terminó la atrocidad de que donde hay una necesidad, hay un derecho”. La frase, de hace casi ocho décadas, es de Eva Perón y fue bandera del peronismo desde entonces. Thatcher fue tan brutal como Milei, pero con una sutileza furtiva acercada por el “think tank” que la asesoró en sus años de gobierno: proclamó que los británicos tenían “derecho a la desigualdad”. La definición agrega a su dureza una dosis de cinismo del que, por ahora, parece exento el presidente Milei.
Otro punto de coincidencia entre la primer ministro británica y el presidente argentino es la percepción inicial que, de ambas gestiones, tuvieron los analistas y ambas sociedades: todos auguraron un paso fugaz de Thatcher y de Milei por la política. De Milei está por verse: lo dirán las elecciones de medio término de 2025, al margen de los desbocados llamados a un golpe de estado lanzados por el kirchnerismo. De Thatcher y su política aluvional dudaron hasta los expertos como Kissinger. “Mi pronóstico para la líder de ese momento era menos optimista –evoca en “Liderazgo”- No creo que Margaret Thatcher dure mucho”. Duró. Y pese a que, entre mayo de 1979 y marzo de 1983 el número oficial de desocupados británicos pasó de 1.2 a 3.2 millones, ganó las elecciones locales de mayo de ese año y las legislativas de junio con el 42,3 por ciento de los votos.
El mensaje de Thatcher fue vital para aquel triunfo, al igual que su manera de transmitirlo, influenciada como estaba por el estilo de Ronald Reagan. Palabras sencillas, ejemplos simples como el que hablaba del ama de casa que no puede gastar más de lo que tiene, que debe equilibrar entradas y salidas de dinero para mantener el equilibrio familiar, que precisa encarar una administración prudente. Para Thatcher, tal vez también para Milei, administrar una casa y un Estado son tareas similares. Thatcher lo sintetizaba en una frase coloquial y un poco ramplona que pretendía retratar un estilo de vida: “Una jornada de trabajo honesto a cambio de un salario honesto, no vivir por encima de los medios de uno, ahorrar dinero para los tiempos difíciles, pagar las facturas antes del vencimiento y amar a la policía”. Para una líder mundial, ese ideal individual y social no dejaba de ser un poco chato y hasta prosaico. Pero prendió.
Milei usa un lenguaje similar, acaso un poco más basto, con una dosis de zafiedad muy propia de lo que el escritor español Javier Cercas ha dado en llamar “nacional populismo”. Si ese lenguaje, y sus conclusiones, prenden en la sociedad argentina, es parte del todavía indescifrable “después”.
Milei adhirió, además de a Thatcher, al thatcherismo, que influyó de manera notable en las convicciones políticas, sociales, económicas y hasta morales de la sociedad británica de la época. En lo económico, el thatcherismo pretendía minimizar el papel del Estado, bajar la inflación y promover el libre mercado a través de un estricto control de la oferta monetaria y de la limitación del accionar del movimiento obrero. Libertad de mercado, control férreo del gasto público, reducción de impuestos, nacionalismo, privatizaciones, una dosis controlada de populismo, hicieron reverdecer los antiguos “valores victorianos” en aquella sociedad británica y acercaron al thatcherismo al territorio del liberalismo clásico. Echó abajo el castillo de naipes un inspirador de Thatcher, Milton Friedman: “Lo que la gente no reconoce es que Margaret Thatcher no es en términos de creencia una “tory”. Es una liberal del siglo XIX”. Milei también encarna, casi calcados, no ya los valores victorianos, pero sí los postulados económicos del thatcherismo proclamados como la esencia del liberalismo clásico.
Thatcher redujo el poder de los sindicatos británicos poco a poco y no sin conflictos serios. El mayor, el más recordado incluso en la cultura popular británica, que el cine lo trató hasta en las comedias musicales como “Billy Elliot”, fue la gran huelga minera del carbón de 1984 y 1985, que terminó con la derrota sindical y sin que el gobierno de Thatcher aceptara ni una sola de las reivindicaciones planteadas por los gremios: era la culminación de una política de sangrienta represión de las protestas gremiales en Liverpool, en Birmingham y en la mayoría de las ciudades portuarias, mineras y fabriles de la Gran Bretaña profunda. Milei enfrenta hoy, a menos de tres meses de llegar a la presidencia, los primeros paros generales de la CGT y los parciales de ferrocarriles, de la sanidad y de la docencia.
El thatcherismo fue también una forma de gobierno. Margaret Thatcher reunió una gran dosis de poder como primera ministra, muchas veces por encima de las estructuras tradicionales de su propio gobierno: más de una vez se desentendió de su gabinete. Encaró así un gobierno personalista y autoritario, sin rozar la figura emblemática de la Reina Isabel II. Pero, por debajo de la reina, todo. A su modo, Milei tal vez se siente tentado a ejercer una forma autoritaria de gobierno para llevar adelante su propuesta de transformar el país y evitar un desastre. Busca poderes especiales que el Congreso le mezquina; tal vez, de poder elegir, gobernaría sin el Congreso al que encerró en la jaula despectiva de “la casta, un nido de ratas” y otras bellezas estilísticas, pero con el que no tiene otro camino que negociar aún a su pesar porque entiende que negociar es una variante de la claudicación. Un laberinto, y no solo político.
Kissinger trazó en su libro el perfil de un instante vital del gobierno de Thatcher, de quien era amiga personal y con quien estaba identificada a pleno. Tal vez en ese retrato a lápiz haya más puntos de coincidencia entre Thatcher y Milei. Dice Kissinger de la británica: “Más adelante, tras ganar las siguientes elecciones, llevaría a cabo esas reformas fundamentales para superar el pensamiento convencional, la doctrina de la complacencia y la pasividad dominante con respecto a las devastadoras consecuencias de la inflación, el poder de los sindicatos o la ineficiencia de las empresas públicas. Para Thatcher no había ninguna vaca sagrada, y mucho menos obstáculos insalvables. Cada medida política debía ser examinada. No era suficiente, sostenía, que los conservadores limaran las aristas del socialismo; tenían que reducir el Estado antes de que la economía británica colapsara de una forma catastrófica”.
Al igual que Thatcher, Milei pone en el socialismo el origen de todos los males y la madre de todas las batallas por librar. Decía Thatcher que su propósito era “(…) Expulsar a los socialistas del reino. Destruir los falsos valores de un socialismo que afectó nuestra vida, nuestra forma de pensar (…) que intentó desacreditar el beneficio y que nos avergonzáramos de él”. Para la primera ministra británica, “(…) El socialismo conduce naturalmente al fascismo y al nacionalsocialismo”.
Thatcher renunció en 1990 cercada por su partido a raíz de su anti europeísmo, pero también porque su gobierno agonizaba después de once años, ya había estado en jaque antes de Malvinas y fue la victoria en la guerra la que revitalizó su gestión y le dio un largo crédito en el poder. Cuando Thatcher renunció, Gran Bretaña estaba castigada por el deterioro de los servicios públicos de salud, transporte y educación; por el alza de las tasas de interés y de los impuestos, por la quiebra masiva de pequeños comercios y empresas en contraste con el auge de los grandes consorcios, por el aumento de la inflación a la que había conseguido domesticar en los inicios de su gestión, por el crecimiento de la desocupación y por las violentas protestas callejeras contra un impuesto masivo aplicado en Londres y otras ciudades a todos los mayores de dieciocho años, sin excepción: el 28 por ciento de los chicos británicos estaban por debajo de la línea de pobreza, drama que se acentuó, hasta el 30 por ciento, en 1994, cuando ya era primer ministro John Major.
Más allá de su encantamiento con Thatcher, cuesta imaginar que Milei imagine un futuro como ese cuando su gestión finalice, o aun mientras la lleve adelante.
El “thatcherismo”, jamás volvió a la política británica.