Grace Fulton, Virginia Gardner y Jeffrey Dean Morgan encabezan el reparto de esta cinta no apta para espectadores con vértigo.
Por Pablo Vázquez
Para Fotogramas
Los primeros minutos de la última película de Scott Mann, escrita junto a su guionista habitual, transitan terreno conocido, el subgénero de escaladores, y nos retrotraen a los lugares comunes de experiencias tan satisfactorias como Licencia para matar (Eastwood, 1965), Máximo riesgo (Harlin, 1993), Límite vertical (Campbell, 2000) o incluso la juguetona Suavemente me mata (Kaige, 2002). Se trata tan solo de un pequeño aperitivo, mínimo pero sumamente eficaz, que nos presenta a estos personajes adictos a la adrenalina que huyen de sus propios, y probablemente más terroríficos, infiernos y vacíos cotidianos, de la misma manera que Fall hondea la bandera del cine orgullosamente frívolo, alérgico a la gravedad en sus dos acepciones. Mann, como buen artesano entregado al género, va al grano y no necesita ni diez minutos para plantear unos leves conflictos melodramáticos y doblar, incluso triplicar la apuesta, abrazando el alto concepto minimalista del cine de supervivencia que implica al espectador como voyeur de Instagram, erigiéndose como un astuto ejercicio aritmético en el que no tienes más remedio que implicarte… o dejar de mirar. Puro cine sensorial para corazones inquietos y espíritus kamikazes, al menos en el confort de la butaca o la soledad del salón, que bebe de títulos como Open water (Kentis, 2003), A la deriva (Horn, 2006) o Bajo cero (Green, 2010) y que funciona como un A 47 metros (Roberts, 2017) con el GPS en la dirección opuesta, lo que implica trocar la claustrofobia por el vértigo, la profundidad del mar por ese cielo hostil habitado por malvados buitres y los mentados 47 metros por… ¡600! en este época tan exhibicionista como hechizada por las texturas del exceso. Lo mejor es tratar de entender a sus dos protagonistas, ambas excelentes, y meterse en su hermosa piel herida, aprehender su concepción del vértigo y el desafío a la muerte como un soplo huracanado de vida, una constatación de lo efímero y banal de la existencia (ecos de la excelente Nerve, un juego sin reglas de Henry Joost y Ariel Schulman) y de una pulsión erótica subrepticia que actúa como sustituto (o satisfyer) de la ausencia de calor humano, o por qué no, del hastío o insatisfacción que genera la misma interacción interindividual. Ojo a esto último: este es el típico de material que David Cronenberg o Julia Ducournau encontrarían excitante. En ambos sentidos.
Para pasar poco más de hora y media con los ojos abiertos como paraguas y el estómago hecho un nudo marinero.