El problema en la política argentina no es la falta de diálogo, sino el clima de desconfianza instalado por el Gobierno.
Por Bernardo Saravia Frías
Para La Nación
Llaman la atención los diagnósticos errados: ya no se sabe si es malicia o ingenuidad, lo cierto es que muchos centran la cuestión en la contingencia de los supuestos desencuentros entre oficialismo y oposición, como si todo se redujera a la nadería de una charla de café o al chisme de quién se podría juntar con quién. Es menester indagar las verdaderas causas, las que definen la ontología del asunto, para superar el análisis de trivialidades que no conduce a ningún lado, porque solemniza lo obvio y eleva a categoría de fundamental lo banal.
Lo primero que cabe preguntarse es precisamente diálogo con quién. Vale la pena recordar que estamos ante un gobierno con un pecado de origen por una fórmula invertida. Desde esa promiscuidad de roles en adelante, todas incongruencias: un presidente dudoso, que no hace las veces de tal; una vicepresidenta que hace las veces de presidente, para algunas cosas; un ministro de Economía que es jefe de Gabinete; un jefe de Gabinete que hace las veces de… Es un esquema proteico sin verdadero rostro, al menos uno visible y con responsabilidad institucional de gobierno. Difícil saber con quién hablar, al menos eficazmente, ante esa anonimidad de un poder que ha perdido toda su coloración.
Lo segundo es qué. No hay que perder de vista una característica central de esta gestión: la falta de palabra. Eso de decir una cosa y hacer otra es, a esta altura, práctica de todos los días, desde las patéticas fiestas en pandemia hasta las desatinadas visitas a Estados luego invasores. Aunque ahora se inauguró una fase del engaño, por no decir fraude institucional: precio especial para un dólar y al día que sigue se prohíbe el acceso a esa moneda; amagos de confraternización y al día que sigue proyectos para ampliar la Corte a medida y callar al periodismo y a la oposición con la excusa estigmatizante del discurso del odio. Ni que hablar de cambios en las reglas de juego en vísperas de la elección. Guiño a la derecha para doblar a la izquierda, una política de astucias para disimular contradicciones y, sobre todo, la ausencia de una política de ideas, entendida como un instrumento de transformación desde la razón y la ilusión.
Lo tercero es cómo. En democracia hay dos canales de diálogo político. Uno es el Congreso, con ámbitos que van desde las comisiones de trabajo hasta el recinto, pasando por los pasillos. El otro, en tiempos electorales, es entre la dirigencia política y la gente, que se concreta con el voto en las urnas. Ya van décadas de desprecio a la oposición en el Congreso; en pleno tiempo electoral, cuando se insinúa nítidamente una discusión agonal del modelo de país que quiere la sociedad argentina, instar a un diálogo informal suena más a un truco de último momento, que desnuda una crisis de efectividad, tan impropia en la democracia contemporánea.
La causa de la inestabilidad política no es la falta de diálogo, sino el clima de sospecha dominante, que impide el espacio para que ocurra esa búsqueda de conocimiento y palabra entre dos. Y la verdad sea dicha: sobran experiencias recientes en las que las mesas de diálogo no fueron más que tangentes para algunos egos inflamados con poco ánimo constituyente. Basta recordar la Mesa de Diálogo de 2001 o la Mesa del Hambre de 2019. Hay que crear confianza para que puedan desplegarse alternativas ideológicas rivales, superables por el consenso y armonizables por el derecho. Y el actor principal es el gobierno.