Benedict Cumberbatch encabeza el reparto de la película con la que Sam Raimi regresa a la dirección.
Por Fausto Fernández
Para Fotogramas
Quién sabe si en uno de esos viajes a universos alternativos que forman el camino de baldosas no amarillas, pero sí rojas, hacia este nuevo Oz que revisita Sam Raimi, el imaginativo director que descubrimos en Posesión Infernal llegara a uno en el cual reconciliarse con su denostado, comenzando por él mismo, Spider-Man 3. Quién sabe si lo miraría de otra manera (¿con un tercer ojo tal vez?) y aceptara que aquel exceso arácnido tachado de frívolo no andaba muy alejado de lo que ha exorcizado en Doctor Strange en el Multiverso de la locura: la eterna lucha con nuestros yos alternativos y contra un destino que se teje cual tela de araña o cual conjuros dibujados en el aire. Como el fundamental Liam Neeson de Darkman, la primera y todavía esencial incursión de Raimi en el mundo de los superhéroes y de los tebeos, aquel Peter Parker oscuro, celoso e inseguro, y este Stephen Strange condenado a perder siempre al amor de su vida sea cual sea la vida a la que tenga acceso, los tres personajes jamás saben cuál es su verdadero rostro y deambulan bajo diferentes caras artificiales sacrificándose en aras a convertirse en el salvador de la humanidad.
Kevin Feige ha obsequiado a Sam Raimi con el mejor regalo que podría tener el autor de Arrástrame al Infierno, el cinemático universo Marvel y nosotros los fans: un cheque en blanco para que retornara a los cómics de Stan Lee (y Steve Ditko: toda la conclusión en el templo y la mansión Strange en ruinas) con ese hálito trágico que estaba incluso presente en Oz, un mundo fantástico, film con el que esta nueva aventura del Doctor Extraño posee numerosos elementos en común: la reivindicación de su bruja malvada, la sombra de una Dorita y un mago –¿como Strange?- que se solapan y la inexistencia de un mundo perfecto.
Sí, Doctor Strange en el Multiverso de la locura es una tragedia, concretamente la de una madre (en plural) que es capaz de destruir la realidad y la irrealidad por arropar a sus hijos. La tragedia de un héroe solitario con el peso de la responsabilidad de sus actos pasados, presentes y futuros, y también la de una adolescente que es la suma de ambos: alguien en busca de una felicidad y un hogar que no existen (como América Chávez no existe en el resto de los mundos del multiverso) y alguien todavía incapaz de gestionar su poder y su culpa. Casi despojada del humor afín a las producciones marvelitas (salvo ese viejo amigo) pero rica en detalles que los tebeófilos gozarán, la película de Sam Raimi encierra esta multifranquicia en la cabaña del bosque de Posesión infernal, toma la iconografía y el espíritu weird (ya en las historietas del Doctor Extraño) de Terroríficamente muertos (¡ese plano desde dentro de un reloj!) y sobre todo de El ejército de las tinieblas. Es una sinfonía (literal en ese maravilloso duelo entre dos versiones de Strange) del horror y de la fantasía que en su tramo final alcanza cotas de excelencia, de estilo visual (Raimi jamás se traiciona) hasta ahora no vistas en el MCU. Por no hablar de un Danny Elfman sencillamente soberbio.
Doctor Strange en el Multiverso de la locura, y Sam Raimi y Michael Waldron en el guión, es capaz incluso de destruir sus numerosos y sorprendentes (aunque dentro de una lógica apabullante) cameos para reconstruirlos en una nueva realidad que es la que abre el camino a un Oz que llevará el nombre y el número de una nueva fase del MCU, y que en el fondo será un nuevo rostro de aquel Darkman perdido entre la multitud (de los blockbusters de superhéroes) pero con un alma clásica y trágica en su interior.
Para conjuradores de las tinieblas Sam Raimi en el universo Marvel.