Después de casi dos años de contagio letal, profundización de la pobreza y liderazgo frágil, a la política latinoamericana le urge un reinicio.
Por Mac Margolis
Para The Washington Post
La conciliación y el consenso serían de gran ayuda en una región que tiene casi 30% de las muertes mundiales por COVID-19 pero solo 8.4% de la población mundial, unos 22 millones de “nuevos pobres” solo en 2020, y signos todavía distantes de recuperación. También le beneficiaría algunas reformas estructurales para impulsar el crecimiento y reducir la creciente brecha de ingresos.
Pero en vez de eso, las y los votantes de todo el hemisferio parecen estar destinados a recibir una dosis de refuerzo de polarización tóxica, negacionismo fiscal y curación de fe política que podría condenar a gran parte de la región a una mayor agitación social y a otra década perdida.
Esto sin duda beneficia a la aglomeración de paracaidistas políticos, jacobinos populistas y autodenominados redentores que claman por la atención y los votos nacionales.
Esto no sucede solo en Brasil, que bajo el mandato del presidente Jair Bolsonaro se ha convertido en el punto de referencia del tipo de populismo bilioso de derecha que está arrasando el mapa, incluso ante el surgimiento de una izquierda revitalizada y contenciosa.
En Chile, las elecciones presidenciales se han reducido a una batalla en el margen ideológico. José Antonio Kast, un nativista de derecha con una debilidad por el exdictador Augusto Pinochet, ganó la primera ronda el 21 de noviembre con 28% de los votos. El mes que viene irá a una segunda vuelta contra el candidato que quedó en segundo lugar (26%), Gabriel Boric de Convergencia Social, quien ha sido diputado en dos períodos consecutivos, otrora estudiante radical que ha promocionado una sociedad sin clases.
Esta contienda es una sacudida para muchos en América Latina que, con argumentos, veían a Chile como un modelo para convertir la conciliación y el consenso político en progreso y prosperidad. La dictadura le dio paso a la Concertación, un notable pacto de gobierno de 20 años de tecnocracia de centro-izquierda. Los radicales simpatizantes de Pinochet perdieron terreno frente a los conservadores estándar. Así fue entonces. Si bien el establishment político se felicitaba por la civilidad democrática, todos los demás veían a un club para caballeros con un guardia de seguridad en la puerta. El colapso de los candidatos centristas en las elecciones legislativas del domingo solo confirmó las sospechas. El terreno de la concertación ahora es una centrifugadora.
En toda la región, las economías anémicas y el persistente estado de emergencia de salud pública han alimentado una revuelta contra las autoridades en funciones y la política tradicional.
Tras haber tumbado a tres presidentes en una misma semana el año pasado, Perú eligió al líder sindical de maestros y orgulloso político independiente de izquierda Pedro Castillo, quien llegó al poder en julio montado en un caballo y con ambiciones tan grandes como su sombrero. Desde entonces ha tratado de evitar la implosión de su disputada coalición de ideólogos —ya va por su tercer ministro del Interior y su segundo primer ministro— y la huida de inversores cautelosos. La recuperación económica de Perú y el propio mandato de Castillo están en juego.
En Colombia, el exguerrillero insurgente Gustavo Petro es el candidato a vencer en 2022 en medio de un estado de ánimo público cada vez más desfavorable hacia el desafortunado gobierno del presidente de centroderecha Iván Duque, quien parece ser aborrecido tanto por la izquierda como por la derecha. La coalición peronista gobernante del presidente argentino Alberto Fernández recibió una paliza en las elecciones de mitad de período del 14 de noviembre a manos de agitadores de ambos lados del espectro político. Uno de los ganadores de esa contienda fue el arribista libertario Javier Milei, un fundamentalista del libre mercado conocido por sus posturas —está a favor de las armas, apoya a Donald Trump, le gustaría cerrar el banco central, ¿cuál cambio climático?— tan alarmantes como su cabello.
Sin embargo, el problema no es tanto la brecha creciente entre la izquierda radicalizada y una derecha escandalosa. Los encantadores populistas novatos y los autoproclamados vengadores simplemente están llenando un vacío de liderazgo. La mayor amenaza es la incapacidad de quienes están en el poder y de la clase política tradicional aislada en su burbuja de brindar servicios públicos básicos y respaldar reformas transformadoras en lugar de alquimias fiscales.
Consideremos, por ejemplo, la táctica complaciente del gobierno de Fernández de congelar los precios de cientos de productos antes de las elecciones. Nadie quedó complacido. Lo mismo ocurrió con la prisa de Bolsonaro por hipotecar el límite del gasto público civilizador de Brasil en más pagos de emergencia por la pandemia fuera del presupuesto y otra ronda de carne de cerdo para sus amigos del Congreso. Sin importarle que el despilfarro pueda hacer estallar el déficit, destruir la calificación crediticia de Brasil y terminar golpeando por rebote a los pobres a través de una mayor inflación y tasas de endeudamiento (tampoco queda claro cómo gobernaría el expresidente e ícono del Partido de los Trabajadores Luiz Inácio Lula da Silva —a veces pragmático, a veces dirigente populista— si, como pronostican las encuestas, le gana a Bolsonaro en las elecciones del próximo año).
Los mandatarios incompetentes tienen cómplices. Los índices de aprobación legislativa son pésimos. En Perú cayeron a 23% y en Colombia a 11%. En septiembre, el respeto por los legisladores brasileños llegó a 13%, un récord mínimo reciente. La situación podría ser aún peor en Chile, donde la confianza general en el gobierno se ha hundido a apenas 17%, la tasa más baja entre los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Los problemas de Chile son un dilema y una advertencia. Dos décadas de estabilidad institucional y condiciones amigables para el mercado convirtieron a la nación de 19 millones de habitantes no solo en un imán para la inversión, sino en un ejemplo de la reducción de la pobreza, y, por un tiempo, de la disminución de la desigualdad. Sin embargo, mejorar la fortuna también aumenta las expectativas, que fácilmente pueden terminar en frustración cuando la movilidad social se estanca. La OCDE informó recientemente que las familias más pobres de Chile necesitarían seis generaciones para ascender al nivel de los asalariados promedio.
El riesgo actual, mientras los neófitos políticos reescriben la constitución y los votantes se desmayan ante nuevos rostros, es que Chile desperdicie su legado de logros y tradición de construcción de consenso por un sueño político demasiado ambicioso. “Para Boric, la desigualdad es el único problema. Cree que arreglar la desigualdad se traducirá mágicamente en un crecimiento futuro. Kast cree que reducir los impuestos generará crecimiento”, me dijo el economista Juan Nagel, de la Universidad de Los Andes. “Ambos están completamente equivocados”.
Esa es una advertencia que debería resonar mucho más allá de Chile, donde los extremos políticos depredadores amenazan con metabolizar al centro desmoralizado. Que el mensaje logre calar mientras los políticos tradicionales caen en la ignominia y los redentores se afincan en la crítica, es un problema más complejo.