Había perdido conexión con la realidad 35 años antes de su final. Su cabeza se apagó. Era una sombra perdida de lo que había sido alguna vez en la mítica banda inglesa. La última vez que estuvo con Roger Waters fue en 1975 cuando llegó al estudio de grabación y sus ex compañeros no lo reconocieron. Murió a los 60 años, con su cerebro y su talento destrozados por las drogas que había consumido toda su vida.
Por Matías Bauso
Para Infobae
Hace quince años, en una pequeña casa de Cambridge, moría uno de los fundadores de la una de las bandas más importantes de la historia. Un cáncer de páncreas acabo con él. Su cuerpo venía golpeado por una diabetes avanzada. Su cabeza lo había abandonado hacía más de 35 años. Hacía décadas que no grababa y que no aparecía en público. Syd Barrett se había convertido en un espectro, en una sombra perdida de lo que alguna vez había sido. Su caída fue una de las primeras y más notorias del rock.
Su cabeza era un enigma. Se apagó rápido. Sus pensamientos se fueron desvaneciendo, las palabras se le esfumaban, como si se perdieran en el camino del cerebro a las cuerdas vocales. Cuando hablaba, las pocas veces que lo hacía, no llegaba a armar frases, las palabras viajaban inconexas. Era un lento fluir de la conciencia como si estuviera tratando de escribir un nuevo Finnegans Wake.
Roger Keith Barrett nació en Cambridge el 6 de enero de 1946, hace 75 años. El apodo, el nombre por el que será recordado, lo adquirió en la adolescencia. Había en la ciudad un veterano bajista de jazz llamado Sid Barrett. Sus amigos, con cierta pereza, lo empezaron a llamar igual. Él cambio una letra, el suyo se escribiría Syd. Mientras estaba estudiando en el secundario su padre murió de cáncer. A partir de ese momento su afición a la música se transformó en una obsesión. Integró varios grupos hasta que se incorporó a una formación con unos compañeros del colegio. Ese grupo sería Pink Floyd.
Desde 1965 la banda había encontrado la formación definitiva. Se había alejado Bob Klose, el quinto integrante (uno más de esa estirpe de los que quedaron fuera de los grandes bandas poco antes de su explosión, de la que Pete Best es el rey). Ahora eran el bajista Roger Waters, el baterista Nick Mason, el tecladista Richard Wright y el guitarrista y cantante Syd Barrett.
Eran Pink Floyd. El nombre lo había propuesta Barrett. Y lo había tomado de dos viejos músicos de blues que admiraba Pink Anderson y Floyd Council (también se llamaban así sus dos gatos). El nombre lo habían acortado del original The Pink Floyd Sound.
La banda rápidamente se hizo un lugar en la efervescente escena inglesa. El primer single fue Top 10 en Inglaterra, See Emily Play. De inmediato les propusieron grabar un disco. A mediados de 1967, los cuatro entraron a los estudios de Abbey Road. En la otra punta del pasillo, se gestaba una obra maestra: los Beatles grababan Sargeant Pepper. Pink Floyd llamó a su debut The Pipers at the Gates of Dawn, nombre sacado de un capítulo de El Viento de los Sauces, una novela infantil de principios de siglo, una de las lecturas habituales de Barrett.
El disco trajo un nuevo sonido. Hay surrealismo, inocencia, potencia y libertad. Si Londres era el centro de la psicodelia, lo que The Pipers... había logrado era poner el sonido de un tiempo en los surcos de un vinilo. Todo lo que habitaba la cabeza convulsionada de Barrett estaba en esas canciones deformadas. La psicodelia y lo lisérgico consiguieron su representación sonora. Pero eso que parecía sólo el despegue, el comienzo de un largo camino -de hecho lo fue para la banda: una de las más exitosas e influyentes de la historia- marcó el cénit de Barrett. Se acercó tanto al sol (de los ácidos) que se incineró en el viaje inicial. Después ya no hubo más que descenso, locura e inmovilidad. Un vacío que alimentó una leyenda cimentada en esa música deforme y espacial.
La frontera entre mito y realidad se confunde. Se suele mencionar la conducta errática de Syd en las presentaciones en vivo de ese primer Pink Floyd. Se recuerda lo mal que lo hizo en las apariciones en vivo en las apariciones televisivas de la gira norteamericana de 1967. Sin embargo el video que se conserva, de la actuación en American Bandstand no presenta un panorama tan catastrófico. Durante años se habló de su incapacidad para el playback, de la ausencia, de la falta de respuesta a Dick Clark, el conductor. Pero el video hace un tiempo que circula por internet. Si bien lo suyo no es un dechado de energía y conexión, no se puede decir que haya deambulado por el set o que no haya percibido las preguntas de Clark.
Es cierto que a veces los labios rígidos no pueden seguir la pista y que sus contestaciones fueron al menos parcas (el conductor con habilidad no insiste y simula un ejercicio democrática al darle la palabra a los otros tres). Pero de esa gira hay otra actuación en un programa que se ha convertido en mítica. La falta del tape ayuda (en algún ranking aparece entre los 5 grandes momentos musicales de la TV de Estados Unidos en los sesenta de los que no se conserva registro).
Pink Floyd se presentó en el programa de Pat Boone. Dicen que Syd se pasó las dos canciones (Apples & Oranges y See Emily Play) con los labios sellados, provocando el raro efecto de que alguien cantaba pero nadie abría la boca. Algún espectador distraído puede haber pensado que el frontman del grupo era ventrílocuo. A la mitad de la canción, Roger Waters decidió hacer la mímica del canto para paliar la situación. Esa falta de reflejos, esa ausencia continuó, dicen, en la entrevista posterior en la que Barrett sólo hizo silencio ante cada pregunta.
Durante el año siguiente la situación se hizo insostenible para el grupo. Quien asistía por primera vez a un show de Pink Floyd, podía decir que el líder tenía una conducta impredecible. Pero no: era muy sencillo adivinar cómo se comportaría Syd Barrett en el escenario. Paralizado, en estado catatónico, en ocasiones sólo rasgueaba un par de veces la guitarra en todo el show. Sus compañeros debían suplirlo en la guitarra y en las voces. Daban un show con obstáculos. A veces cuando le pedían explicaciones por su conducta, Syd respondía con otra pregunta: ¿por qué sólo habían tocado una canción? Su tiempo aletargado termino de cansar al resto.
Syd Barrett
Alguna vez no estuvo ni siquiera en condiciones de tocar. El reemplazo más evidente era David Gilmour, un guitarrista amigo de todos ellos que era de la misma zona. La prestancia, solidez e ideas musicales del nuevo guitarrista revitalizaron a la banda. Los tres que estaban en condiciones de hacerlo votaron y decidieron incorporar a Gilmour. Serían cinco y esperarían a que Barrett se repusiera.
Pero cinco shows después tomaron la decisión de que no se presentara más en vivo pero que siguiera siendo parte de Pink Floyd. La idea era repetir el mecanismo que les estaba resultando a los Beach Boys con Brian Wilson. Al genio lo reservaban para el estudio mientras los otros afrontaban los recitales.
La leyenda sostiene que, a pesar de que todos lo pensaban, nadie se animaba a decirlo en voz alta, entonces una serie de factores casuales los ayudaron a tomar la decisión. Alguien debía pasar a buscar a los otros para un recital. Esa noche estaban atrasados. Sólo faltaba Syd. Entre que sus desempeños restaban y el tiempo que iban a tardar en subirlo al auto, decidieron no contar con él esa noche. En esos primeros shows, antes de que tomaran la decisión de echarlo del grupo, Gilmour que se había mudado con él debía escabullirse de su casa, para que Syd no notara su ausencia. Alguna vez le preguntó dónde iba, y como si tratara de un mal sketch cómico sobre matrimonios desavenidos, Gilmour le dijo que a comprar cigarrillos. Cuando volvió, muchas horas después, Syd se encontraba en la misma posición y sólo le pidió un cigarrillo.
Para el resto de la banda no era una decisión fácil la que encaraban. Roger Waters quería y admiraba a Syd. En honor a esa amistad retrasaban la decisión y buscaban alternativas. Fue por eso también que eligieron a Gilmour pese a que los candidatos a ocupar el lugar vacante eran los mejores guitarristas ingleses de Jeff Beck para abajo. David era amigo de Syd y su ingreso hacía parecer que la situación podía ser revertida. A su vez existía la confianza, sin sustento, que en caso de controlar sus consumos desbocados, Syd pudiera volver a ser el de antes.
Había otro factor, tal vez el más importante: sin él, Pink Floyd debía reconfigurarse. No era cuestión de que otro asumiera las voces principales y de contratar a un gran guitarrista: se trataba de generar nuevos equilibrios internos, de echar a andar nuevas fuerzas creativas dentro de la banda. El peso compositivo del primer álbum recaía sobre Syd. La apuesta era arriesgada. Eran pocos los que confiaban en que pudiera salir bien. ¿Acaso podría sobrevivir un grupo que pierde a su principal compositor y cantante?
En 1968 ni el más optimista hubiera respondido a esa pregunta de la manera en la que el tiempo lo hizo.
Mientras Pink Floyd, ya sin Syd, entró a grabar A Saucerful of Secrets, su segundo álbum (incluyeron uno de los temas inéditos de Syd, Jugband Blues), Syd Barrett también consiguió un contrato. Para los que no conocían su situación, no parecía un mal negocio: él era el que proporcionaba las canciones, él había diseñado ese rock espacial que el grupo había instalado. En tiempo de psicodelia, se quedaban con el más psicodélico de todos.
Syd entró al estudio con David Gilmour como productor. El resultado fueron The Madcap Laughs y Barrett, dos discos solistas (y algunas otras grabaciones dispersas), míticos, destellos de lo que pudo ser, scanners de una mente tumultuosa y lisérgica. Uno acústico y el otro con acompañamiento instrumental. Fueron discos difíciles de grabar. Syd nunca volvía a tocar dos veces la misma canción, siempre la modificaba. Cada vez era una nueva versión. Su presente perpetuo no lo dejaba pensar en el pasado ni mirar el futuro.
En 1971 el fotógrafo Mick Rock lo entrevistó para la Rolling Stone. Todas sus fotos de ese periodo son de Mick Rock; las de sus ocasionales apariciones públicas y las de los discos. Los ojos perdidos, el pelo desparejo, las ojeras tatuadas. Más que una entrevista es una larga y cariñosa semblanza. Ya no podía producir largos textuales o discursos articulados. Habla de Hendrix, de su encierro, de que el último año no había hecho casi nada, de sus ganas de armar una nueva banda. “No es fácil hablar de mí. Tengo una cabeza muy irregular. Y, de todos modos, nos soy para nada como pensás que soy”, dijo.
Poco después lo ayudaron a cumplir con su deseo. Consiguió otros tres músicos y formaron el grupo Stars. En su debut la banda se presentó con MC5. El periodista Roy Hollingworth estaba entre el público y escribió una crítica del recital para la revista Melody Maker. El texto fue contundente: “Delante mío, tres personas encogen los hombros y se retiran; no entienden a Syd Barrett. Tampoco lo hacen los que hablan en los rincones del local; ni el encargado de las luces que las prende antes y hace que veamos que quedan menos de treinta espectadores. Pero el Madcap sigue tocando, como si entendiera. Y toca y toca y toca. Ningún tema en particular; ningún tema en realidad. Suena desafinado casi todo el tiempo”.
Al segundo show se impuso lo evidente y la banda se dispersó. Ese fue el fin de la carrera musical de Syd Barrett.
Mientras tanto, Pink Floyd seguía creciendo y publicando discos y brindando potentes shows en vivo. En 1973 aparecería The Dark side of the Moon, un clásico instantáneo y dos años después Wish you were here.
La escena ocurrió en 1975. Pink Floyd ya era uno de los grupos más importantes del rock. Su anterior disco había sido un éxito descomunal. En el estudio de grabación trabajaban en una canción compleja, sofisticada, una de las piezas centrales de su próximo álbum. Un tema especial para Roger Waters, su compositor. Quería que fuera “una representación universal de mis sentimientos respecto a la ausencia de Syd”.
La fama había llegado hacia unos años. Con ella, el hastío por el acoso de los fans. Concentrados en su canción, no se dieron cuenta en qué momento ingresó ese ser extraño, inquietante, al control. Fornido, pelado, de movimientos maquinales y mirada vacía, el hombre aparentaba unos cincuenta años. Las manos en los bolsillos pero más que una pose parecía que se aferraba con fuerza a ese sobretodo pesado. No le importaba que fuera pleno verano y el calor agobiara.
Roger Waters le preguntó a Nick Mason quién era el visitante. Nadie lo conocía. Como abajo del abrigo se adivinaba un mameluco de trabajo, creyeron que era un empleado de mantenimiento del estudio, que no había resistido la tentación de conocer a sus héroes. Pero desecharon la idea muy rápido. Alguien sugirió que debía tratarse de un fan que logró filtrarse. David Gilmour se estaba levantando para pedir que lo retiraran cuando el hombre entró a la sala. Los músicos lo miraron con desconfianza y fastidio. Un segundo antes de que llegara la explosión, las lágrimas cubrieron los ojos de Waters.
Uno en uno, los miembros de Pink Floyd reconocieron al intruso y se dieron cuenta que no era tal. Syd Barrett había ido a visitarlos después de más de un lustro en el momento en que ellos grababan Shine On You Crazy Diamond, la canción escrita en homenaje a Syd Barrett. Bastaron pocos minutos para que se dieran cuenta que las cosas no habían cambiado, que Syd no había mejorado. Barrett ofreció poner unas guitarras y con amabilidad le dijeron que ya estaban grabadas. Pasaron la canción decenas de veces, intentando corregir pequeños defectos, perfeccionándola. Cuando Roger Waters pidió al ingeniero que la volviera a poner, Barrett dijo: “¿Para qué? Si ya la escuchamos una vez”. Al final sus ex compañeros, sin hacer referencia que la letra hablaba de él, le preguntaron qué le había parecido la canción: “Suena un poco vieja” sentenció Syd antes de desaparecer en la oscuridad. Fue la última vez que estuvieron todos juntos.
El consumo desbocado de ácidos y otras drogas consumió el cerebro de Syd Barrett. La experimentación extrema lo derrumbó. Internaciones psiquiátricas, una vida de letargo y sequía.
A mitad de los años setenta, Syd regresó a Cambridge, a la casa de su madre. Ya no hubo apariciones públicas. Sólo algunos pocos encuentros casuales en la calle, periodistas que montaban guardia cada tanto y fans que alimentaron su leyenda. Él mientras tanto hibernaba, flotaba en ese mundo ingrávido y estéril al que lo habían llevado los ácidos. Cuando su madre murió, la que continuó cuidándolo fue su hermana Rosemary. En esos años, Syd volvió a la pintura como en sus tiempos de estudiantes y se dedicaba al jardín de la casa. Una pequeña expectativa se generó en 1996 cuando Pink Floyd ingresó al Salón de la Fama del Rock pero Syd no se hizo presente en la ceremonia.
Con los otros integrantes del grupo no volvió a juntarse. Dicen que una vez, a mediados de los ochenta, se cruzó con Waters en Harrods. Cuando Syd reconoció a su antiguo compañero tiró al piso la bolsa de golosinas que llevaba y salió corriendo.
Durante años se discutió cuál era la patología psiquiátrica de Syd o si estaba dentro del espectro autista. Los diagnósticos mediáticos hablaron de esquizofrenia. Una de sus hermanas dijo que “todos los hermanos Barrett, de una manera u otra, estamos dentro del espectro”. De todas maneras, las opiniones convergen en que el abuso lisérgico fue la causante de su caída.
Syd Barrett murió a los 60 años, el 7 de julio de 2006. Hacía más de 35 años que su mente se había apagado, que su conexión con el mundo se había difuminado.
El brillo del diamante loco fue fugaz.