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País

“El Concheto”, el asesino que quería superar el récord sangriento de Robledo Puch

Guillermo Antonio Álvarez era el jefe de la banda de “los nenes bien”. Asesinó a sangre fría cuatro personas en dos años. Su historia de robos y muerte. La extraña relación que tuvo con un periodista de Entre Ríos.

23/11/2019

El periodista Carlos Riera recorría sin ambiciones de conseguir una exclusiva la Unidad Penal Número 2 de Gualeguaychú. Mientras era dirigido por el director de la cárcel, se le apareció de la nada un joven de ojos claros. El agente, le advirtió en voz baja:

-Cuidado.

Pero Riera lo escuchó. Ese preso necesitaba hablar. Le dijo que estaba solo, que nadie lo visitaba, que tenía que desahogarse, que no le dejaban ejercer sus derechos.

El cronista pidió verlo a solas. El recluso parecía transparente. Se interesó por la vida de su entrevistador. Hasta le construyó una sillita de madera de bebé para su sobrino recién nacido.

-¿Necesitas algo más? -le preguntó.

Parecía lo que en las prisiones se llama “los parias”, los internos más pobres, los solitarios, lo que están en la esquela más baja, en el fondo del tarro. Los que comen las sobras que les llevan sus compañeros. Los olvidados.

Pero todo cambió cuando ese hombre le dijo quién era y por qué estaba detenido.

-Sabrás quién soy por la prensa: Guillermo Antonio Álvarez, el Concheto.

Riera recordó el caso pero luego se fijo en los archivos. Por entonces, en 1999, era más común ir al archivo de papel que a Internet, que no era lo que es hoy.

Allí encontró que Álvarez había matado a cuatro personas a sangre fría entre 1998 y 1999. Admiraba a Carlos Eduardo Robledo Puch, el ángel de la muerte que asesinó, entre 1971 y 1972, a 11 persona mientras dormían o por la espalda. “No me interesa saber quién es ese muchacho. Y menos que quiera ser como yo. Nunca maté. Sólo robé”, le dijo Robledo en su momento al autor de esta nota,

Su amigo, el periodista

-¿Cómo conoció a Alvarez? -le preguntó Infobae a Riera.

-Fue en abril de 2008, cuando apenas arrancaba con esta profesión. Decidí hacer una nota sobre la cárcel que tiene Gualeguaychú en el centro de la ciudad, una prisión del siglo XVIII y que sin embargo ha sobrevivido al paso del tiempo. Más bien, la necesidad política de que siga en funcionamiento la ha convertido en lo que es actualmente: un monumento obsoleto.

-¿Ahí estaba El Concheto?

-Durante mi recorrida junto a las autoridades carcelarias de aquel momento, por los distintos talleres que el Servicio Penitenciario ofrece a los internos en su proceso de resocialización, Guillermo Álvarez se cruzó en mi camino. Estaba en el taller de carpintería. Fue su oportunidad para hacerse escuchar.

-¿Sabía quién era?

-No. Nunca había escuchado hablar de él y mucho menos iba a preguntarle las causas por las que estaba cumpliendo condena. Eso no se pregunta. A mí lo único que me interesaba era lo que me había prometido: contar todas las irregularidades que existían en ese momento con los internos. Los atropellos que sufrían, la supuesta explotación que padecían entre los productos manufacturados dentro de la cárcel con los que se vendían al público en el salón de ventas.

-¿Cómo siguió el vínculo?

-Después que salió la nota, el diálogo con Álvarez se mantuvo. En especial por teléfono. Recuerdo que al atender recibía un mensaje advirtiéndome que el llamado provenía de la cárcel. Al ser de Buenos Aires, prácticamente no tenía visitas y me lo hizo saber: se sentía solo. Dos veces fui a visitarlo a la Unidad Penal y a sus carceleros, sabiendo que yo era periodista, poco les gustaba mi presencia en el lugar. Incluso recuerdo que el Director del Penal me habló para decirme que tuviera cuidado con el detenido. Recién allí supe de quién se trataba. Todo lo que averigüé estaba en Internet. “El ángel de la muerte”, así lo llamaban algunos medios nacionales que habían dado a conocer sus hechos.

-¿Sintió que era distinto al que mostraban los medios?

-No soy nadie para juzgar a alguien y sentía que esa persona, a la que también apodaban “El Concheto” por su acomodada posición económica, era muy diferente a la que había entablado una relación conmigo. Era muy inteligente, instruido, en ese momento estudiaba abogacía y conocía al detalle el Código Penal.

-¿Por qué dejó de verlo?

-No fue su pasado lo que me alejó de seguir visitándolo en la cárcel. Es que tomé conciencia de que mi trabajo había terminado en el lugar y sentía cierta manipulación de su parte. Fue eso lo que hizo que cortara el diálogo. Me regaló una silla alta para bebé, de madera, que había elaborado en la carpintería. “¿Qué otra cosa necesitas?, me dijo y eso me alertó de que estaba por adquirir algún tipo de deuda con él. No era un preso común y corriente. En nuestras charlas me contó que en su celda tenía una computadora y con acceso a Internet. Eso me llamó la atención y por supuesto el Servicio Penitenciario siempre lo negó.

El horror

Riera descubrió que Álvarez era jefe de la banda de los “nenes bien”. Reclutaba “soldados” en la villa la Cava de San Isidro, pero él vivía en Acassuso, una zona elegante y de casas señoriales de zona norte.

Pero Ávarez no sólo quería ser ladrón apostaba a ser un pistolero como los que veía en los western de Sergio Leone, allí donde Clint Eastwood no fallaba ningún disparo.

Su padre era dueño de dos cines y de un local comercial. Para Álvarez, robar era un tónico que lo ponía cada vez más fuerte, y lo hacía sentir invulnerable. Para los peritos que lo trataron era “un narcisista, un psicópata perverso”. La misma calificación que recibió su admirado Robledo Puch.

Vivía en un chalet en esa zona y había estudiado en los institutos secundarios San Patricio y Nuestra Señora de Fátima, donde lo echaron cuando pasó el límite de 24 amonestaciones. Además de encontrarle una manopla de hierro, un día revoleó un cortaplumas sobre el pizarrón, antes de que entrara el profesor. Fue demasiado y lo expulsaron.

La banda de “nenes bien” era particular. No iba detrás de los blindados ni de los bancos. El punto eran los restaurantes de alta gama. Una de las primeras víctimas fue el miembro del directorio de la petrolera Esso, a quien le robaron un Rolex, el celular, dinero y su Honda Accord.

”El Concheto” durante el juicio que lo llevó a la cárcel.

También entraron a robar en Chungo, Café de los Incas, La Parolaccia, Camerún, Harry Cipriani, La Biela.

Pero de los robos pasaron a los asesinatos. El 28 de julio de 1996 Álvarez llegó al pub Company. Entró y se mezcló entre los clientes. Sus secuaces, Oscar “el Osito” Reinoso, César Mendoza y Walter Ramón Ponce, alias “Oaky”, una vez llegada la señal el Concheto, ingresaron armados y les exigieron a todos los clientes que entregaran los objetos de valor.

Pero entre la gente estaba el subinspector de la Federal, Fernando Aguirre, de franco. Al verlos, dio la voz de alto y comenzó el tiroteo. Álvarez aprovechó que el policía cayó al piso y lo remató. Una estudiante que festejaba un cumpleaños, Andrea Carballido, fue la segunda víctima.

El “Osito” Reinoso quedó herido. El Concheto y sus cómplices lo llevaron a la casa de la hermana. Pero cuando Reinoso murió, la mujer les hizo un reproche. Álvarez fue tajante:

-A mí no me digas nada. Yo intenté salvarlo. Al cana que mató a tu hermano lo cociné a tiros.

Esa frase forma parte del testimonio judicial del remisero que llevó a Álvarez hasta la villa Uruguay y que presenció la conversación. Además, fue una de las pruebas que tuvieron en cuenta los jueces para fundar la condena a 25 años de prisión contra Álvarez por otro asesinato, el de Loitegui (h).

El primer asesinado de la banda fue Bernardo Loitegui (h), hijo de Bernardo Loitegui, ex ministro de Obras Públicas de la Nación durante el gobierno de facto de Alejandro Agustín Lanusse. Según refieren los hechos, Álvarez y un compinche le robó a Loitegui (h) su Mercedes Benz. Aunque el hombre no se resistió, El Concheto lo liquidó dos dos balazos delante de su hija.

De acuerdo al testimonio de un remisero, que figura en el expediente, al otro día del hecho Álvarez tomó ese auto y cuando vio la noticia en el diario, se jactó por su obra macabra: “A ese tipo lo maté yo. Se retomó y le di plomo”.

Por entonces, hacía apología de sus propios delitos. “Robo porque me gusta, no por necesidad. El delito me atrae, me seduce, es como enamorarse. O tener la mujer más linda”, dijo cuando lo detuvieron.

Un investigador lo comparó como Clark Kent: “Usaba lentes, traje, parecía torpe y bueno, pero cuando robaba le salía el lado salvaje, monstruoso, hasta parecía cambiar de forma”, dijo el pesquisa.

Lo detuvieron un mes después en la casa donde vivía con su familia. En su cuarto, los policías hallaron recortes del diario La Nación de 1972, donde aparecían los crímenes y las reconstrucciones ante la policía de Carlos Eduardo Robledo Puch, el llamado ángel negro, que vivía muy cerca del barrio donde se crío Álvarez.

“Pensaba superar el récord de Robledo y hasta pidió una visita con él, pero Robledo no le respondió”, dijo una fuente penitenciaria bonaerense.

El cuarto asesinato de El Concheto ocurrió en un pabellón de la vieja cárcel de Caseros, donde mató a facazos a Elvio Aranda.

A pesar de haber sido condenado a prisión perpetua por cuatro asesinatos, el 18 de diciembre de 2015 los jueces de la Cámara de Casación Ángela Ledesma y Alejandro Slokar consideraron que la pena de prisión perpetua no podía exceder los 25 años y resolvieron que el asesino múltiple debía quedar en libertad.

Álvarez dijo que era otro hombre. Que había aprendido la lección. Que se había puesto en pareja con una mujer que le escribía cartas. Se instaló en una casa en Gualeguaychú, pero a los tres meses volvió a caer. Lo acusaron de haberle robado 67 mil pesos a un colombiano que había retirado de una financiera. El dinero estaba en un morral. Y El Concheto estaba en Buenos Aires, aunque ante los jueces se había comprometido a no salir de Entre Ríos. Por ese robo, perdió todo tipo de beneficio. La Corte Suprema de Justicia ratificó la condena a reclusión perpetua más la accesoria por tiempo indeterminado.

Ya no era el temible asesino que mataba con odio y sin piedad. Se había convertido en un arrebatador de poca monta. Una sombra del hombre que soñaba con superar a Robledo Puch, pero su leyenda negra quedó a mitad de camino.