Llegan a librerías Wylding Hall de Elizabeth Hand y la reedición de La maldición de Hill House de Shirley Jackson. Además, un recorrido por las mansiones encantadas más célebres de la literatura.
La oferta inmobiliaria del género fantástico ha crecido en los últimos meses con dos casas encantadas: la llegada a las librerías argentinas de la edición española de Wylding Hall, de Elizabeth Hand (elegante novela con folk inglés, pájaros misteriosos y fantasmas) y la reedición de La maldición de Hill House, de Shirley Jackson. En 2018 la serie de Netflix (libérrima versión de esta novela) sirvió para acercar nuevos lectores a este clásico del miedo.
Al revés de la novela de aventuras, que necesita de extensos escenarios, el relato fantástico siempre se movió dentro de espacios cerrados, mínimos, domésticos. Y el cuento de fantasmas empezó a ejercer su poder cuando el género gótico dejó los castillos e instaló el terror en las casas burguesas. Especialmente en las casas vacías. Ya se sabe que en un cuento de fantasmas la expresión “casa vacía” significa “casa que no está vacía del todo”. Pero los fantasmas, que pueden gobernar cuentos sin problemas, son demasiado inmateriales como para adueñarse de una novela entera. Necesitan la casa encantada: esa embajada del país de los muertos.
Las historias de fantasmas son inseparables de estos monstruos arquitectónicos. Aun en nuestra época, el tema de las casas embrujadas mantiene una intensa relación con los “casos reales” de los que a menudo saca su inspiración. Estos “casos” ya estaban presentes en Infernaliana del escritor francés Charles Nodier (1780- 1844), colección de relatos sobre hechos sobrenaturales. El curioso y versátil Camille Flammarion (1842- 1925), astrónomo y espiritista francés, comenzó su libro Las casas encantadas con el estudio de las manifestaciones: golpes, pasos, caída de piedras del cielo, voces que no se saben de dónde vienen… En el siglo XX hubo una fiebre de casas embrujadas a partir del famoso caso de Amityville. El documentalista Jay Anson recogió en The Amity Horror (1977, conocido entre nosotros como Aquí vive el horror) la historia de los Lutz, un matrimonio con dos hijos que se instaló en una casa de Long Island, donde unos años atrás había ocurrido una masacre. Menos de un mes después de su llegada, la familia Lutz huyó despavorida a causa de una serie de fenómenos paranormales, que Anson, como corresponde, exageró.
La figura del “cazafantasmas” –científico provisto de dudosos aparatos y de aún más dudosos títulos universitarios– es ya un elemento tanto de los “casos reales” que vemos en los documentales de la televisión como de las películas y novelas de horror. Como psicoanalistas de lo sobrenatural, estos expertos enfrentan al fantasma con su propio trauma y así liberan la casa de presencias incómodas.
Lo que podríamos llamar la “arquitectura del horror” pesó siempre en el ánimo de los escritores dedicados a narrar historias de lo sobrenatural. La literatura fantástica es, en esencia, un diálogo con el pasado: con remotas tradiciones, con el mundo de los fantasmas, con antiguas estatuas o imágenes que se muestran inesperadamente vivas.
El sentimiento de que en Estados Unidos no había una arquitectura sugestiva, como la había en Europa, inspiró a Henry James una lista de las cosas que faltaban: “…ni palacios, ni castillos, ni casas solariegas, ni antiguas casas de campo, ni rectorías, ni casitas con techo de paja, ni ruinas cubiertas de hiedra, ni abadías, ni catedrales, ni pequeñas iglesias normandas…” En esta cita (que pertenece a un ensayo de James sobre Nathaniel Hawthorne) se encierra una de las preguntas constantes de la literatura fantástica: ¿cómo hablar de lo sobrenatural, y del imprescindible poder del pasado, sin una arquitectura que lo represente?
Para solucionar esta falta de antigüedad, H.P. Lovecraft no solo inventó mansiones adecuadamente ruinosas, sino que instaló en el estado de Massachussets los pueblos de Innsmouth y Dunwich y la ciudad de Arkham. El problema de las mansiones de Lovecraft no son los fantasmas: sus construcciones funcionan como umbrales donde nuestro mundo conecta con una realidad sepultada, habitada por horrendas divinidades, pródigas en ojos y tentáculos.
Desde fines de los años sesenta hubo una serie de autores que eligieron instalar el terror en casas normales y en edificios con ascensor. En las novelas El bebé de Rosemary (1967) de Ira Levin, El exorcista (1971) de William Peter Blatty, El centinela (1974) de Jeffrey Konvitz, y El reencarnado (1974) de William Hallahan se acepta que el horror puede asustar mejor si habita lugares semejantes a la vivienda del lector. Agreguemos a estos nombres el de Stephen King, experto en vincular lo cotidiano con lo sobrenatural.
Hay tantas mansiones encantadas como cuentos y novelas de fantasmas. Aquí abajo anotamos algunas de las propiedades disponibles (el alquiler suele ser barato):
Casa Usher. Ubicación: algún punto indeterminado de los Estados Unidos. Habitada por los hermanos Roderick y Madeline, la casa Usher se levanta junto a un lago de aguas muertas. El narrador, que compara a las ventanas con “ojos sin vida”, se pregunta: “¿Qué es lo que tanto me abate en la contemplación de la casa Usher?”. Para asustar, Edgar Allan Poe no usa fantasmas. Evita los procedimientos sobrenaturales y prefiere las aberraciones de la conducta y de la percepción.
Mansión Bly. Ubicación: punto indeterminado de la campiña inglesa. La casa es magnífica, y deslumbra a la institutriz que debe hacerse cargo de la educación de dos niños, Miles y Flora. Los chicos se ven amenazados (y seducidos) por dos fantasmas: Peter Quint y Miss Jessel, antiguos servidores que murieron en extrañas circunstancias. Se habla –se sugiere– que había en ellos un elemento de corrupción. Quint es el fantasma malvado por excelencia. A partir de aquí se establece una guerra entre la institutriz y los espectros por el corazón de los niños. Aunque puede cambiar la temperatura de una habitación o hacer sonar un piano, la principal arma de este fantasma es la repulsión moral que provoca. Otra vuelta de tuerca (1898), de Henry James, ofrece una explicación fantástica y otra psicológica. Quizás por eso es la más célebre historia de fantasmas.
Hill House. Ubicación: solo sabemos que hay que tomar la carretera 39 en dirección a algún lugar llamado Ashton. La casa no es muy antigua (tiene 80 años), pero el primer párrafo nos advierte: “Fuera lo que fuere que andaba por allí, lo hacía en soledad”. El doctor Montague, investigador de lo sobrenatural, invita a Eleanor y Theodora, dos muchachas que en el pasado han tenido alguna experiencia inexplicable, a pasar unos días en una casa encantada. También está presente Luke, el joven y atolondrado heredero de la mansión. Es habitual en el género que la casa en cuestión haya sido escenario de algún hecho truculento: por el contrario, la historia de Hill House es más bien banal. Comienzan a oírse ruidos nocturnos, aparecen en las paredes palabras escritas con sangre. Jackson mantiene deliberadamente la ambigüedad: podría tratarse de un caso de posesión, pero también de los efectos de la mente extraviada de Eleanor. Shirley Jackson (1918-1965) se hizo bruscamente famosa en 1948 cuando publicó en la revista The New Yorker el cuento “La lotería”, que provocó el mayor alud de cartas de protesta que la revista jamás había recibido por un relato. La maldición de Hill House es su obra maestra.
Fuente: Clarín.