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Mundo

A medio siglo del primer vuelo del Concorde

Fue un triunfo tecnológico pero un fracaso comercial. Una tragedia puso el punto final a su existencia.

03/03/2019

El avión más famoso del mundo fue también el que mejor representó el lujo, la elegancia y la idea de progreso. Cincuenta años después de su primer vuelo y más de una década desde su retiro, su leyenda sigue viva.

El 2 de marzo de 1969 despegaba en Francia el primer Concorde. Si bien los viajes comerciales no comenzarían hasta 1976, esas pruebas ponían fin a un laborioso proceso de negociación, financiación, diseño y fabricación, comenzado más de una década antes con el objetivo de crear el avión más avanzado y lujoso del mundo.

En un momento en el que el hombre estaba a punto de poner un pie en la luna, el Concorde era lo más parecido a esas naves voladoras prometidas por las películas y novelas de anticipación que, finalmente, no se habían concretado en la vida real. Gracias a su tecnología supersónica, que le permitía alcanzar una velocidad crucero superior a los dos mil kilómetros a la hora, el Concorde cubría la distancia entre París y Nueva York en apenas tres horas y media, un ahorro de tiempo más que considerable, habida cuenta de que la duración del viaje en un avión convencional superaba las ocho.

El origen de este avión fuera de lo normal se remontaba a principios de los años 50 del siglo XX, cuando Reino Unido, Francia, Estados Unidos y la URSS iniciaron conversaciones para desarrollar una aeronave comercial cuya principal característica era la de superar la barrera del sonido. Los altos costes del proyecto provocaron, sin embargo, que poco a poco varios de los socios decidieran abandonar la empresa hasta que solo quedaron Francia e Inglaterra.

Estas dos naciones, enfrentadas en muchos momentos de la historia, desplegaron su mejor diplomacia y llegaron a un acuerdo basado en la confianza, el apoyo mutuo y el trabajo en equipo, valores que no impedían que también se incluyesen cláusulas que contemplaban cuantiosas sanciones para resarcir a la otra parte en caso de que uno de los dos países abandonase el proyecto antes de concluir el avión. Finalmente, como lo que primó fue el entendimiento, la aeronave fue bautizada con un nombre que resumía esa buena relación: Concorde.

Diseñado por Pierre Satre y Archibald Russel, a lo largo de su casi medio siglo de actividad solo se fabricaron veinte unidades del Concorde. Seis de ellas fueron prototipos y las otras catorce se destinaron a uso comercial bajo la administración de British Airways y Air France, compañías que crearon rutas destinadas a satisfacer el perfil de los potenciales usuarios: millonarios aficionados a los destinos exóticos, celebridades, miembros de la realeza y grandes empresarios vinculados con sectores como el petróleo que, superada la crisis del 73, volvía a ser un negocio próspero.

En definitiva, un público que, como Mick Jagger, Joan Collins, Sean Connery, Elton John, Elizabeth Taylor, Rod Stewart, Paul McCartney, Michael Jackson y Sting, podía permitirse pagar los más de seis mil dólares que costaba viajar desde Londres a Baréin, desde París a Río de Janeiro, de París a Caracas, de París a Nueva York, de Londres a Singapur o desde Washington a México DF.

Volar en el Concorde era una experiencia exclusiva que comenzaba en el check-in, continuaba en los exclusivos lounges decorados con muebles del matrimonio Eames o Le Corbusier y concluía en el avión. Una forma diferente de viajar para la que se recurrió a los mejores profesionales del mundo a los que se les encargó diseñar los uniformes de la tripulación, crear la vajilla –algunas de cuyas piezas, como las teteras, eran de porcelana–, confeccionar los menús o decorar las cartas en las que se informaba al pasaje de los platos que iban a degustar.

De esta forma, el modisto de la Reina Isabel II, Sir Edwin Hardy Amies, se encargó de los uniformes de la tripulación británica, mientras que Jean Patou diseñó los de la francesa. Christian Lacroix y Jean Boggio decoraron con sus dibujos las cartas del menú y Raymond Loewy se encargó de diseñar la cubertería, en la que destacaba una llamativa cuchara con forma de piruleta que Andy Warhol se llevaba consigo cada vez que viajaba en el Concorde por considerar que era una pieza de coleccionista. “Se cuenta que una vez el pintor le pregunto a la persona sentada a su lado si tenía intención de llevarse los cubiertos. Cuando le respondió que no, Warhol los cogió y se los llevó junto con suyos”, explica el escritor Lawrence Azerrad, autor de Supersonic. The Design and Lifestyle of Concorde.