La nueva entrega de la franquicia Halloween resulta victoriosa como homenaje allí donde falla como secuela.
Por Silvio Pratto
Para Diario Panorama
Antes de acomodarse en la butaca, cualquier conocedor de la estatura audiovisual de ese animal de cine llamado John Carpenter sabe que será muy difícil que esta versión de Halloween haga sombra a la obra original. Y es que el largometraje que dio inicio a la franquicia se ha constituido como una pieza fundamental no solo para el bastardeado género del terror, sino para el cine en general a fuerza de un virtuoso manejo de cámaras (sigue siendo dueña de uno de los más logrados planos secuencia, muy a pesar de Campanella), una atmósfera agobiante y un personaje que ya forma parte de la cultura popular como Mike Myers, el psicópata homicida definitivo.
Empotrada 40 años después de aquella noche en la que cuchillo en mano Myers desataba una carniceria en el apacible pueblo de Haddonfield, la versión 2018 de Halloween se constituye en primer término como un homenaje a la emblemática primera película, respetando desde la tipografía elegida para los créditos iniciales y finales hasta la macabra sinfonía distintiva de la saga, y transitando un camino casi reverencial por las características estéticas y narrativas de las que John Carpenter, ahora en el papel de productor junto a Jamie Lee Curtis, supo dotar al largometraje de 1978.
En ese afán, resulta victoriosa como homenaje allí donde falla como secuela. Como producto autónomo, Halloween 2018 resulta por momentos algo cansina y endeble. Sin embargo, como pieza referencial goza de pasajes deliciosos, repletos de guiños para los fanáticos y con un rigor estético que la convierte -al menos desde ese lugar- en una réplica moderna de la cinta original.
La visita de dos periodistas de investigación al psiquiátrico donde Mike Myers se mantuvo recluido durante cuatro décadas abre el juego para dar paso a una breve radiografía de la relación que Laurie Strode (Jamie Lee Curtis) mantiene con su hija y su nieta adolescente. Este pantallazo permite sacar a relucir el profundo trauma que aquella noche de Halloween dejó en Laurie, ahora convertida en una hipernerviosa fóbica social abocada a prepararse para enfrentar el potencial regreso de su silencioso hostigador. La historia da paso a la lógica fuga del asesino y su derrotero inicial, ocasión en la que el guión se convierte en una sucesión elíptica de asesinatos. Ahí también se pone en evidencia la intención de emular la narrativa de Carpenter, evitando con cierto estilo el morbo explícito del gore a favor de planos mucho más cuidados.
Promediando la historia la esencia de la película pasa por el fan service. Los amantes de la franquicia podrán encontrar desde referencias solapadas a la obra de Carpenter y el cine de terror clásico, hasta una evidente intención de rendir pleitesía desde lo visual a la cinta de 1978, lo cual se refleja principalmente en la enorme fotografía de Michael Simmonds.
David Gordon Green consigue en la segunda mitad de la película recrear la tensión y el extremo sadismo inherentes al slasher más puro sin perder de vista nunca la loable misión de respetar el pulso carpenteriano que debería haber atravesado cada una de las entregas de la saga.
El condimento final lo pone el trasfondo psicológico que penetra longitudinalmente la historia y que expone la enfermiza relación de Mike Myers con su escueto entorno inmediato. Desde la obsesiva necesidad de su psiquiatra por comprender lo que oculta el total mutismo del asesino, pasando por las referencias a la relación con su hermana y primera víctima hasta llegar al simbiótico vínculo con su objeto de asedio favorito: Laurie. Allí, se agradece el aporte que Rob Zombie hizo en su injustamente maltratada remake del 2007, donde se buceó en la infancia de “The Shape” y se dio una impronta protagónica a su madre.
Así las cosas, el balance resulta positivo para una franquicia que estará siempre sobrevolada por el enorme trabajo de Carpenter y la veneración que muchos directores contemporáneos sienten hacia obras maestras como “The Fog” o “The Thing”, probablemente olvidadas por el grueso de la crítica mainstream simplemente por formar parte de un género cuyo curriculum debe batallar contra el prejuicio que le genera el haber sido abrazado por un sinfín de realizadores sin demasiadas pretensiones.