Una reseña de The Guardian va a fondo sobre el encuentro sexual entre la actriz porno y el presidente norteamericano.
“OK”, dice Stormy Daniels (que todo lo sabe) por la mitad de su libro, “¿así que viniste directamente a este capítulo?”.
¡Y sí, eso hice! Stormy conoce muy bien la tendencia masculina al clímax prematuro...
El capítulo al que fui directamente relata la noche que pasó con Donald Trump en 2006 después de un torneo de golf en California: 3 horas escuchándolo autoalabarse y luego escasos 2 minutos del “sexo menos impresionante que tuve en mi vida".
Y después Trump elogiando generosamente su propia performance; Stormy diciendo con desdén "sí", queriendo decir “como quieras”, y huyendo.
Además de besar torpemente, del flojo intento de hablar sucio, de su falta de elegancia al montarla y del enchastre que le dejó sobre la panza, ni siquiera le dio la cena que había prometido.
Aunque recordar todo esto resulta vomitivo, Stormy sabe que tiene una responsabilidad frente a la historia.
“El mundo quiere saber cómo es su pene”, dice, y cumple dando los detalles más humillantes para la masculinidad.
Para que se sepa: es más bien chiquito y a Trump "le costó agarrarlo" para penetrarla; ningún elogio para su potencia hidráulica... Parece un hongo repugnante y compara la cabeza con un champiñón y después (decidida a no escatimar humillaciones) con una seta venenosa.
No puede informar nada sobre los testículos, que en su opinión "debería depilarse": se perdían en un matorral enmarañado de "vellos púbicos tipo yeti". No le vendría mal un trasplante, ya que, según informa Stormy, "su pelo de ahí abajo era mejor que el de su cabeza".
Todavía más letal es su relato sobre el comportamiento afectado de Trump. En lugar de hacerse el seductor viril, actuaba como si fuera su rol: la recibió en la suite de su hotel vestido con un pijama de seda negra y en pantuflas.
─¡Ponete alguna puta ropa! ─le ordenó Stormy. Y él obedeció sumisamente, tras lo cual ella le pidió que se diera vuelta así le pegaba en la cola.
“Fue un momento de poder”, dice con regodeo; su "plumaje de pavo real" se marchitaba y ella se divertía sacando más y más plumas de esa cola vanidosa.
Después de una conversación eterna y tediosa, Stormy cometió el error de ir al baño. Cuando volvió Trump estaba recostado en la cama, en calzones, “como si hubiera probado distintas posiciones”, en “un pobre intento de lucir poderoso”.
Con estas descripciones Trump se puede considerar castrado: no es casual que les tenga tanto terror a los tiburones, ya que Stormy, como en la película Tiburón, se abalanza con sus filosos dientes incisivos amenazándole el champiñón.
El momento más terrorífico llega cuando él, con una “voz asquerosamente vulnerable”, le suplica que se vean otra vez. Esto captura con exactitud el tono quejoso que se nota detrás de los agresivos ataques del presidente: un pobre anhelo de legitimación, adulación e inmunidad frente a las acusaciones.
Antes y después de ese encuentro, el libro de Stormy revela que es una mujer rebelde y resistente; criada en la miseria por una madre que la llamaba “conchuda” y le decía: "Ojalá te hubiera abortado"; aterrorizada por un padrastro que disparaba a las paredes; violada cuando era chica por un vecino; consolada sobre todo por sus adorados caballos.
De adolescente trabajó como estríper en un “cabaré” que funcionaba en un tráiler. Luego se graduó entrando en la industria pornográfica, donde rápidamente pasó de actuar a escribir y dirigir sus propias películas.
No tiene vergüenza sobre su trabajo, aunque estando con hombres insiste en que haya baños separados. Le gusta no haber escuchado nunca los pedos o eructos de su amante más duradero, “por lo cual, más allá del sexo, nuestras funciones corporales se mantienen en el misterio”.
Ella misma lo dice: “Gracias, soy una puta dama”. Y más vale que no hables irrespetuosamente de sus "partes íntimas".
Stormy fanfarronea con que "le crecieron pelotas". Teniendo en cuenta su “comportamiento alfa” con Trump y sus bromas acerca de su “peluda bragueta”, ¿quién sabe si en verdad no es más que una metáfora?
Se ve a sí misma como una fuerza atmosférica, tal como dijo cuando cambió su nombre (en inglés Stormy significa "tormentoso").
Fue bautizada Stephanie, pero se dio cuenta de que “con un nombre así no podía gobernar el mundo". Tras convertirse en Stormy, extendió la analogía meteorológica y apodó a sus pechos aumentados quirúrgicamente: “Rayo" y "Trueno”.
El apellido salió de la etiqueta de una botella de whiskey Jack Daniel’s y así se transformó en una marca.
La forma en que la llaman sus guardaespaldas es todavía más elocuente, porque proviene de un mito: los matones le dicen "Daenerys", la madre de dragones en la serie Game of Thrones ("Juego de tronos").
Capaz de desencadenar tempestades o atacar con monstruos escamosos, pertenece al mismo panteón que la diosa Kali, quien usaba un collar con cráneos humanos: Stormy tiene al menos un cuero cabelludo, naranja y peinado para tapar la pelada.
Si todo esto parece tan exagerado como el tamaño de sus implantes mamarios, es porque ella está en una misión cósmica. Después de denunciar a Trump, los fans le pidieron que salvara el mundo: recientemente, dice, "me ascendieron a salvadora del universo".
Como la Mujer Maravilla, acepta el desafío. Pero no deberíamos esperar ningún show apocalíptico con "Rayo" y "Trueno" descargando fuego y furia.
Stormy ha cumplido su parte denigrando a Trump y mostrándolo (por usar la palabra que él mismo usa para humillar a otros) como un perdedor.
Cuando fanfarroneaba sobre sus históricos logros ante las Naciones Unidas, en septiembre último, inmediatamente los jefes de Estado presentes empezaron a reírse nerviosamente.
Los autócratas pueden sobrevivir a marchas de protesta y juicios políticos, pero no tienen defensa frente al ridículo.
Por Peter Conrad. The Guardian