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Revista

Decir malas palabras es bueno para las personas y la sociedad

Reduce el estrés, une los equipos de trabajo y genera una miríada de investigaciones que Emma Byrne revisó para su polémico libro.

23/03/2018

Emma Byrne es una especialista en robótica que un día encontró que su hábito de decir malas palabras era un objeto de estudio.

"Gracias a una amplia gama de científicos, desde los cirujanos de la era victoriana hasta los neurocientíficos modernos, sabemos mucho más sobre decir malas palabras que lo que solíamos", escribió en Swearing is Good For You, The Amazing Science of Bad Language (Insultar es bueno para usted, La ciencia increíble de las malas palabras). "Pero como todavía se lo considera algo chocante, esa información no se ha generalizado. Es una jodida pena", escribió en la introducción a su libro.

Hizo un estudio exploratorio: un análisis de datos sobre qué diferencia había en el sentido que los fanáticos del fútbol inglés daban a los insultos "fuck" y "shit", que usaban con la máxima frecuencia y aparentemente de modo intercambiable. Pero no: el primero alude a algo positivo o a algo negativo, mientras que el segundo es solamente negativo.

Cuando Byrne publicó su artículo, la llamaron de un diario para preguntarle, poco más o menos, cuánto tiempo y dinero había desperdiciado en esa pavada. Eso le hizo entender que "falta mucho para que las obscenidades sean un tema respetable de investigación".

Sin embargo, siguió y escribió este libro. "Decir malas palabras es una de esas cosas que nos salen tan naturalmente y parecen tan frívolas, que uno se sorprendería de saber cuántos científicos lo estudian".

Para ella la razón es evidente: "Nos enseña mucho sobre cómo funcionan nuestros cerebros, nuestras mentes y hasta nuestras sociedades".

En el reservorio global de malas palabras los temas son curiosamente similares: la religión, el sexo, la locura, los excrementos y la nacionalidad, todos con una capacidad poderosa de exaltar las emociones y, en conjunto, incongruentes como la variedad extraordinaria de actitudes que abarcan: la violencia, el absurdo, la diversión, el asombro. Pero, a la vez, las obscenidades son algo de profundas raíces culturales: tiene que ver con la lengua propia, y sobre todo con la que se aprende en la infancia, cuando los padres y la escuela reprimen el uso de ciertas palabras.

"En su libro What the F, Benjamin K. Bergen señala que, de los 7.000 idiomas que se conocen en el mundo, hay una variación enorme en el tipo, el uso y hasta la cantidad de malas palabras", explicó Byrne.

"El ruso, por ejemplo, con sus elaboradas reglas de inflexión, tiene una cantidad casi infinita de formas de insultar, la mayor parte relacionada a la moral de la madre del interlocutor. En japonés, donde el tabú por los excrementos es casi inexistente (de ahí el simpático emoji de caca) no hay equivalente para 'mierda', pero hay otras malas palabras. Kichigai se podría traducir como 'retrasado' y con frecuencia se tapa con un bip en los medios, al igual que kutabare ('muérete')".



Del mismo modo que la geografía, el tiempo cambia los insultos. "Entre los cientos de estudios que leí para escribir este libro, dos definiciones comunes aparecen una y otra vez: las malas palabras son a) palabras que las personas usan en un estado altamente emocional y b) palabras que aluden a algo tabú", escribió. Y los tabúes son sensibles a la variación histórica.

Por eso, decir malas palabras "es una parte sorprendentemente flexible de nuestro repertorio lingüístico", describió. "Se reinventa de una generación a otra, a medida que los tabúes cambian". Algunas palabras que hubieran escandalizado a su madre, puso como ejemplo, "hoy pasan sin que se les preste atención". De modo complementario, "los insultos raciales aparecían con frecuencia en los libros para niños de la época de mis abuelos, pero para mi generación y las siguientes la carga de esos términos puede ser devastadora".

Cuando descubrió que otros científicos habían tomado las malas palabras seriamente durante mucho tiempo —"y que no soy la única persona que considera útil un uso juicioso del insulto"— se quedó asombrada de la cantidad de efectos buenos del uso de las malas palabras.

"La investigación demuestra que decir obscenidades puede ayudar a construir equipos en el trabajo.

Desde la planta de la fábrica hasta la sala de operaciones, los científicos han mostrado que los equipos que comparten un léxico vulgar tienden a trabajar juntos más efectivamente, y a sentirse más cerca y ser más productivos que aquellos que no", señaló. "Esos mismos estudios muestran que manejar el estrés del mismo modo que controlamos el dolor —con una buena palabrota— es más efectivo que cualquier cantidad de ejercicios".



Las malas palabras han ayudado también al desarrollo de la neurociencia, halló. "Al brindarnos un barómetro emocional útil, los insultos se han usado como una herramienta de investigación durante más de 150 años. Nos ha ayudado a describir algunas cosas fascinantes sobre la estructura del cerebro humano", escribió.

Tienen, por ejemplo, conductas previsibles: "Decir malas palabras hace que el corazón lata más rápido y nos impulsa a tener pensamientos agresivos a la vez que, paradójicamente, nos hace menos proclives a la violencia física".

De hecho, las groserías no siempre se emplean para la agresión o el insulto: Byrne cita estudios en los que "se usan igualmente para expresar frustración con uno mismo, o en solidaridad, o para divertir a alguien". En su opinión, hay una enorme diferencia entre decir malas palabras y usar el lenguaje abusivamente.

Aclaró que el libro no es una apología del insulto: "Para que decir malas palabras sea efectivo, es necesario mantener su impacto emocional", es decir, el tabú. Es decir que la prohibición es parte de su constitución: no hay lenguaje fuerte si no hay uso y costumbre de su crítica.

"A medida que crecemos notamos el impacto en los que nos rodean, y eso nos da tanto el criterio como el entrenamiento intuitivo para realmente internalizar el poder de esas palabras".