"La guerra de los Rohirrim" redibuja los héroes y villanos de este reino de Rohan con un encantador y nostálgico aspecto de los anime setenteros y ochenteros.
Por Fausto Fernández
Para Fotogramas
Años antes de que Peter Jackson hiciera un negocio redondo vendiendo su alma al legado J. R. R. Tolkien con las dos trilogías de 'El Señor de los Anillos' y 'El Hobbit' (esta última "robada" a Guillermo del Toro), nos había explicado 'La verdadera historia del cine' en un falso documental televisivo, de 1995, que en cierta profética manera descubría a un entusiasta pionero neozelandés, un auténtico visionario y precursor, cuya energía acababa absorbida por esa cómoda (y rentable) medianía afín al mínimo gusto común, para terminar borrándole de las crónicas oficiales. Al Jackson loco y arriesgado le acabó atrayendo el abismo de Helm, o reconstruir memorias ajenas como las de The Beatles, atrapado en las elefantasíacas producciones, una jaula (o ciudadela en algún reino remoto imaginario) de oro desde la cual puede apreciarse su influjo hacia ese legado tolkieneano que 'El Señor de los Anillos: la Guerra de los Rohirrim' no amplía, pero sí mantiene firme, con muchos mayores aciertos y alicientes que el farragoso serial televisivo 'Los Anillos del Poder'.
El gran acierto del largometraje de animación que ahora se estrena no es su un tanto forzado recordatorio cada dos por tres de las películas de Peter Jackson (está narrada por Éowyn/Miranda Otto; la voz de Saruman/Christopher Lee reaparece; el score de Steve Gallagher remite a los temas de Howard Shore; el look de los paisajes y lugares es fiel a los diseños de John Howe y Alan Lee…) sino precisamente la animación: el ser un anime. Que en un proyecto cuya génesis no podía ser más prosaica que no perder los derechos sobre el universo Tolkien se haya optado, en una lucha entre la "animación" digital de la trilogía en imagen real y la tradicional (un finalmente 2D en un marco pictórico 3D), por el estilo inequívocamente japonés ha sido un éxito. Kenji Kamiyama, quien había reinterpretado ya mundos occidentales como los de 'Star Wars' y 'Blade Runner' desde los dibujos animados, redibuja los héroes y villanos de este reino de Rohan con un encantador y nostálgico aspecto de los anime setenteros y ochenteros que la Toei realizaba para el mercado internacional.
Con todos los entrañables tics de aquellos productos (¡esos ralentís!), Kamiyama consigue no solo no "traicionar" al opus Jackson, también enriquecerlo saliendo (no tanto como le gustaría a este crítico) de los márgenes oficiales. Lo verdaderamente espectacular de un largometraje que en sus secuencias épicas nada tiene que envidiar a las conocidas ya dentro de la saga es el ímpetu bárbaro pero elegante de la historia, una historia de venganza y donde la línea entre amor y odio es tan delgada como la del realismo en cierta manera histórico de la película y el derroche de fantasía brutal (las criaturas reptantes), primaria (el elefante) y asimismo poética (el águila gigante, digna de Ray Harryhausen). 'El Señor de los Anillos: la Guerra de los Rohirrim' consigue ser 'La princesa Mononoke' (Hèra, la protagonista, tiene mucho de la heroína de Hayao Miyazaki, pero mucho más de la Greta Garbo de 'La Reina Cristina de Suecia' o las mujeres del cine de Luc Besson) en una red de intrigas, asedios y violencia cruda en la cual Akira Kurosawa (el Kurosawa de 'Trono de sangre', 'La fortaleza escondida', 'Kagemusha' y 'Ran') se habría sentido comodísimo.
Más allá de su voluntad de precuela y recordatorio de la franquicia Jackson/Tolkien, 'El Señor de los Anillos: la Guerra de los Rohirrim' funciona mejor de forma aislada, sin que cada nombre de personaje o cada nombre de un lugar tengan por fuerza que remitirnos a la vasta y farragosa lista de los vastos y farragosos apéndices presentes en los originales literarios. Queriendo ser una superproducción épica con batallas (Kurosawa, Eisenstein, Bondarchuk, J. Lee Thompson…) de una lujuria visual envidiable que adopta el aspecto visual de una animación personal y brillante. Siendo la gran película en donde el cimmerio Conan, de Robert E. Howard, se ve estimulantemente convertido en una mujer tratando de domar unos tiempos bárbaros para conseguir su corona.
Quién sabe si aquel Peter Jackson de los años 90 soñó en alguna ocasión con una película así, un anime así, y una historia finalmente de pasiones al límite en mundos imaginados pero reconocibles para aquellos olvidados pioneros, reales o inventados, de la verdadera historia del cine. D. W. Griffith dibujado por Max Fleischer.
Para heterodoxos consumidores de fantasía épica, Tolkien y el anime bizarro.