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Opinión y Actualidad

Colombia: protejamos la vida de los que siembran

Cuando Andrés era apenas un niño de diez años, su abuelo lo llevó a caminar por la huerta como parte de un rito de iniciación.

24/05/2021

Por Juan Cárdenas
Para The Washington Post

En un momento, el viejo taita se inclinó ante una piedra volcánica disimulada en medio del maizal, casi cubierta a capricho por los arabescos de una mata de fríjol, y le pidió al niño que le ayudara a moverla. Se pusieron a cavar con las manos hasta que lograron exhumar un pequeño recipiente de barro tapado herméticamente con una totuma. El joven aprendiz de médico tradicional había llegado a la edad indicada para tomar por primera vez la chicha consagrada, la beka sek, que ahora le ofrecía su abuelo. Andrés recuerda el sabor fuerte, dulce y ácido a la vez, que le abrió por completo las papilas, pero sobre todo recuerda que de inmediato le dieron ganas de echarse a dormir. Su abuelo tuvo que llevarlo de regreso a casa. “Y entonces”, recuerda Andrés, “gracias a ese remedio, tuve un sueño en el que desgranaba maíz, mucho maíz y después yo me ponía a sembrar. Porque a fin de cuentas eso es lo que yo hago: sembrar. Sembrar y acompañar. Y es por eso que me llamo así, Andrés Maíz”.

Andrés me cuenta por teléfono esta historia desde algún lugar de las montañas del Cauca, al suroccidente de Colombia, donde ha buscado refugio después de que el 15 de mayo el ministro de Defensa, Diego Molano, mencionara su nombre como el alias de uno de los “terroristas” responsables de los destrozos contra una estación de Policía en el marco de las protestas del paro nacional iniciado el 28 de abril. “Lo que sabemos es que oficialmente no hay ninguna orden de captura en mi contra”, me dice Andrés, “pero el ministro con sus declaraciones le acaba de poner precio a mi cabeza”. Según me explican algunos vecinos que prefieren mantenerse en el anonimato, dos hombres han estado recorriendo la vereda Julumito, donde habitualmente reside Andrés, para averiguar por el paradero de este reconocido líder social, defensor de derechos humanos y vocero de distintas organizaciones y redes comunitarias que acompañan las luchas de los sin techo, las diversidades sexuales o las cocinas populares.

Pero retrocedamos unos días para comprender mejor lo que sucede. En la noche del jueves 13 de mayo, Alison Meléndez, de 17 años, se encontraba en las calles de Popayán, municipio del departamento de Cauca, grabando las protestas con su teléfono cuando fue agredida por cuatro agentes de la Policía antidisturbios, quienes posteriormente trasladaron a la joven a un centro de detención. Una vez que fue puesta en libertad, Alison denunció en sus redes que había sufrido una agresión sexual por parte de los uniformados y a la mañana siguiente, en circunstancias que las declaraciones de la Policía no ha hecho más que oscurecer, la joven se suicidó. Al día siguiente ardieron las instalaciones de la estación de Policía, además de la contigua oficina de medicina legal, una rabia comprensible si tenemos en cuenta que el caso de Alison se suma a las casi 20 denuncias por abuso sexual contra mujeres bajo custodia de la Policía durante el paro nacional, de acuerdo con datos de las organizaciones Indepaz y Temblores.

Como era de esperarse, la represión que se desató sobre los manifestantes dejó imágenes vergonzosas de brutalidad y abuso cometidos por la fuerza pública. Fue entonces cuando el ministro de Defensa Molano leyó el comunicado en que Andrés y otros líderes sociales de la región eran rebajados a la condición de terroristas y vándalos, con sus respectivos alias y recompensas. La situación incomodó a las autoridades locales y así, tras el comunicado del ministro, el alcalde de Popayán y el gobernador del Cauca se pronunciaron públicamente exigiendo explicaciones sobre los señalamientos contra los líderes. Hasta el momento, Molano no ha dado ninguna otra declaración sobre el asunto pero, según Andrés Maíz, las palabras del ministro han sido suficientes para justificar la persecución en su contra y hasta su posible asesinato.

Vale la pena recordar que desde 2016 han sido asesinados alrededor de 900 líderes sociales, según datos de la Jurisdicción Especial Para la Paz. Lo que convierte a Colombia en uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer labores de defensa del medio ambiente o los derechos humanos. Solo en los primeros cuatro meses de 2021, Indepaz registró 62 muertes de líderes sociales y defensores de derechos humanos. El gobierno no solo niega que exista cualquier tipo de sistematicidad en estos asesinatos, sino que además ha balbuceado con admirable terquedad un relato donde la responsabilidad se diluye entre el narcotráfico, la delincuencia común o las disidencias de las guerrillas. La impunidad, ya lo sabemos, se monta oscureciendo las tramas hasta hacerlas ilegibles, imposibles de seguir en una nebulosa de líneas narrativas, intereses y personajes.

Casos como el de Andrés, sin embargo, apuntan en otra dirección más clara que al menos debería obligarnos a considerar que las fuerzas del Estado tienen algún tipo de responsabilidad en los asesinatos de líderes sociales. Tristemente, en Colombia muchas veces no hace falta dar una orden explícita: basta con instigar y estigmatizar. Basta con sugerir que ciertas personas son objetivo militar en una situación de guerra contra el terrorismo. Basta, en definitiva, con seguir alimentando viejas teorías de la conspiración, una estrategia que el uribismo supo convertir en una eficaz herramienta de control social, esto es, agitar el fantasma del comunismo, el castrochavismo o el terror de las guerrillas para instalar la idea de que algunos sujetos pueden y deben ser asesinados. Sujetos, vaya casualidad, que casi siempre resultan ser líderes en procesos de resistencia popular.

“Nos persiguen porque venimos denunciando cosas elementales”, dice Andrés. “Yo solo vengo acompañando distintos procesos, como indígena, como vocero de los que no tienen techo, ni comida, de la red comunitaria de diversidades sexuales. No soy ningún alias maíz. Mi nombre es Andrés Maíz porque yo siembro. Siembro y acompaño”.

En Colombia la protesta social ha sido históricamente criminalizada por las fuerzas de seguridad. No es un asunto coyuntural, algo explicable solo en el marco del paro nacional. Se trata de una práctica perfeccionada a lo largo de décadas para impedir que se escuchen las voces que ahora mismo marchan por todo el país. Voces como la de Andrés Maíz.

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