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Opinión y Actualidad

Joe Biden, presidente: ¿la era de la restauración?

El demócrata inicia el miércoles su gobierno marcado por el legado tóxico que le deja Donald Trump y con la urgencia de recomponer internamente su país y hacia el mundo. La ausente América Latina.

16/01/2021

Por Marcelo Cantelmi, en el diario Clarín

“Cada vez que uno abre un cajón de la Casa Blanca se encuentra un sándwich de mierda”. La frase con el exabrupto y firma de un ex funcionario, la escribió Barack Obama allá por la página 416 de su voluminosa memoria, Una Tierra Prometida. Había acabado reflexionando que “todos los presidentes sienten que la administración previa les ha endilgado sus decisiones y errores, que el 90 por ciento del trabajo es gestionar problemas heredados y crisis por venir. Solo si uno conseguía hacer eso lo bastante bien, con disciplina y sentido, tendría una oportunidad real de modelar el futuro”.

Joseph Biden inicia el miércoles próximo su presidencia con el mismo estigma pero en un tamaño extraordinario. El desorden interno que hereda es de tal magnitud que el diplomático republicano Richard Haas le ha aconsejado al flamante presidente que suspenda por ahora su proyecto de hacer una conferencia mundial de democracias “hasta que la casa esté en orden”. Esa cita que Biden promocionó en su campaña como de ejecución inmediata a la asunción, constituye el primer paso, junto con el reingreso al acuerdo climático de París, de su plan para comenzar a restaurar el perfil global de EE.UU. con la recuperación del multilateralismo.

El líder demócrata sabe que el antecedente extremista que deja Donald Trump, con el significativo caos de la toma del Capitolio y el rechazo del ex mandatario y decenas de legisladores republicanos a reconocer la valía de las elecciones, es un daño interno que repercute de modo aun peor en las relaciones internacionales de EE.UU. “Estamos pasando de un presente de disrupción a otro de destrucción”, advierte Haas que retoma la idea de otros observadores sobre la irrupción de un “pos americanismo”, fenómeno que crece no tanto por el desarrollo visible de otras potencias sino también debido a los daños que EE.UU. se hace a sí mismo. Ese proceso se mide en la merma de la influencia global norteamericana. Y si hay algo que no es claro es si el nuevo presidente podrá revertir esa tendencia o de esto se tratará en adelante la historia.

Las prioridades de Biden cuadraban ya por su obligada síntesis en la plataforma electoral con aquella observación de Obama sobre los legados tóxicos. Estaban ahí la recuperación económica por el daño de la pandemia; la lucha contra el coronavirus; la cuestión racial que se ha agudizado por otro fenómeno que merece atención y es la penetración del ultranacionalismo blanco en las fuerzas de seguridad; y el cambio climático. La recuperación del vínculo atlántico con Europa y el conflicto con China, comercial y tecnológico, son los otros capítulos inevitables. Parte de todo ello comprendió el multimillonario plan de rescate que anunció el jueves por la noche, apenas días antes de su jura.

Como ya ha señalado esta columna, no figura en esa agenda América latina. Esa ausencia coincide con la emergencia de cierta paradoja. Muchos gobiernos de la región, que se asimilaron o podrían haberlo hecho más cómodamente al perfil nacionalista, populista y antiglobalización de Trump, se vuelcan ahora a una admiración, en algunos casos exagerada, sobre Biden y su gobierno. Se entiende. Los motiva la urgencia de un acercamiento estratégico con EE.UU. que antes, con el estilo gangsteril del presidente saliente, resultaba bochornoso.

La mano del “imperio” tiene ahora una mayor centralidad debido a la crisis devastadora que genera la pandemia sobre todo en el sur mundial. Estos espacios -claramente América Latina-, carecen de medios para generar programas de estímulo como los que han disparado Estados Unidos o la Unión Europea para sostener las economías más golpeadas. Una idea para aminorar el daño la propone el Fondo Monetario Internacional con la emisión de 500 mil millones de dólares en Derechos Especiales de Giro, la moneda del organismo. Pero, como ha advertido el Nobel Joseph Stiglitz, para ese paso “haría falta la aprobación de la secretaría del Tesoro de los Estados Unidos”, el ministerio de Economía de la potencia que encabezará la muy pragmática Janet Yellen.

¿Es difícil que suceda? Si. Pero también es posible porque el tamaño de la crisis económica se mide en proporción directa a la multiplicación de liderazgos ultranacionalistas. El chavismo por caso, es un producto de los enormes y brutales ajustes que definieron la década de los ‘90. Pero hay un detalle en ese camino que no debería ser ignorado y sobre el cual es necesario insistir.

Para el nuevo gobierno norteamericano los valores simbólicos contarán más que antes debido precisamente al legado que enfrenta y su propósito de restauración. De modo que debe esperarse una demanda más rotunda que con Trump en derechos humanos, como el caso de la denuncia de las violaciones en Venezuela, y de las normas republicanas, como la independencia judicial en la investigación y condena de los casos de corrupción. Las necesidades objetivas concluyen cierto recreo que habilitó el mandatario saliente.

El desafío más complejo que enfrentará Biden es la enorme grieta que se ha cavado en la sociedad norteamericana. Esa fractura domina la política y ha contaminado la reacción del país frente a la pandemia. La escalada más compleja de ese fenómeno se constituye en un repudio creciente al sistema democrático de parte de la propia sociedad y marcadamente dentro del partido republicano. No es un fenómeno nuevo, pero lo que destaca es su condición expansiva.

Un artículo de Foreign Affairs recordaba recientemente que, a lo largo de las últimas décadas, se han ido debilitando cimientos básicos de la cultura cívica estadounidense como la confianza en el gobierno, en el sistema político y en la democracia. La World Values Survey, la Encuesta Mundial de Valores que desde hace cuatro décadas explora los valores y opiniones de la gente a nivel mundial, registró que en 1995 un 25 por ciento de los estadounidenses sostenían como una buena idea la de tener “un líder fuerte que no deba preocuparse por el Parlamento y las elecciones”. Como en China o en Venezuela. Esa proporción, de por si alarmante, ha ido aumentado de manera constante. Para 2017, eran ya 38 por ciento los estadounidenses abrazando estas creencias autocráticas.

El partido republicano lleva la delantera en Estados Unidos en ese derrape institucional. Dos estudios independientes, el VParty Project y la Global Party Survey muestran cuan extremista se ha vuelto esa fuerza. El articulo del que hablamos, “Sucedió en America” que firma Pippa Norris en Foreign Affairs, señala que “en términos de su posición hacia los principios de la democracia liberal, el partido republicano está más cerca hoy de las fuerzas populistas autoritarias como Vox de España, el Partido de la Libertad neofascista de Holanda o la ultra Alternative für Deutschland de Alemania, que de las corrientes conservadoras demócrata cristiana o de centro derecha” con las que anteriormente se identificaba.

La observación es aún más importante ante cierta solidaridad que los agentes policiales del Capitolio exhibieron con la violenta turba que asaltó el edificio y la presencia de esos criterios fundamentalistas entre los oficiales que estuvieron involucrados en el gatillo fácil racial del último año.

El diputado demócrata Jason Crow, que integra la comisión de Servicios Armados de la cámara, dijo hace pocas horas que el responsable administrativo del Ejército en el Pentágono, Ryan McCarthy, le informó que en el Legislativo “se recuperaron armas largas cócteles Molotov y hasta explosivos” que ingresaron sin dificultades.

McCarthy se hizo eco de los informes que señalaban que personal del Ejercito, tanto activos como retirados, participaron de la insurrección. Y por lo tanto sugirió que se controle que las tropas desplegadas para la inauguración del nuevo gobierno no incluyan “simpatizantes de los terroristas” de ultraderecha. El comunicado de las Fuerzas Armadas de esta semana advirtiendo al Ejército que se debe respetar a la Constitución y al nuevo mandatario electo es un asombroso reconocimiento de hasta donde se ha corrido la línea en EE.UU.

Biden arranca, como el primer Obama, con un control ajustado pero real en las dos cámaras. No será sin embargo suficiente. Necesita a la oposición que entrará en un espacio de desconcierto y reajustes internos por el perfil que Trump le ha dado al partido y al país. Por eso mismo, el presidente electo no mostró entusiasmo por la ofensiva parlamentaria contra el magnate porque considera que ese ataque amplifica la grieta que identifica como un problema que involucra en realidad a las dos mayores fuerzas políticas norteamericanas.

La asunción del próximo miércoles se producirá con el trasfondo del capítulo senatorial del segundo impeachment de destitución contra Trump. En el momento que jure Biden ese proceso se tornará abstracto, pero el sentido del juicio impulsado fervorosamente por los demócratas es el de demoler la imagen del presidente saliente e idealmente fulminar su carrera política y eludir el riesgo del regreso del populismo. Se equivocan. Como en la metáfora del sándwich de Obama, hay mucho más oculto de lo que se observa sobre el origen de ese fenómeno que ha transformado a Estados Unidos. Trump ha sido el disparatado caudillo de esta etapa. Pero lo que lo originó no desaparecerá apenas con él.