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Opinión y Actualidad

Un debate eterno: ¿endeudamiento o “vivir con lo nuestro”?

El colapso económico cuyo inicio coincidió con el acuerdo con el FMI en 2018 y se extendió durante la pandemia, obliga a atender los problemas urgentes, externos y domésticos.

15/01/2021

Por Ramiro Albrieu y Guillermo Rozenwurcel, en diario Clarín
Si bien deben buscarse soluciones rápidas para iniciar la recuperación, sería grave desentendernos de los cambios que se están produciendo en el escenario internacional y sus eventuales ventajas y desafíos para nuestro país.

La pandemia modificó en forma duradera los rasgos de la globalización. Del lado del comercio, la aceleración en la transformación digital tornó preponderante el intercambio de servicios de alta calificación, mientras que se abrieron algunas oportunidades de reshoring (reubicación) en las manufacturas, que eventualmente podrían favorecer la radicación de nuevas empresas en el pais. Son cambios muy relevantes para quien, como nosotros, necesita exportar más.

No obstante, aquí nos queremos referir a otro fenómeno que creemos clave a futuro para la macroeconomía argentina: las mudanzas en el régimen financiero internacional.

Luego de ciertos vaivenes recientes, las finanzas globales se preparan para un nuevo período de dólar débil. Más allá de los efectos comerciales benéficos para la Argentina –somos parte de la zona dólar y, además el precio de las commodities suele relacionarse inversamente con el valor de la divisa norteamericana- un dólar débil implica tasas de interés internacionales bajas, y la aparición de muchos inversores institucionales a la búsqueda de rentabilidad en el mundo emergente.

Esto significa mayor tolerancia con las empresas y paises deudores. ¿Importan en este tipo de contexto las variables fundamentales del país deudor? Seguro. Pero mucho menos que en otros momentos donde hay rentabilidad para capturar en los países ricos.

Suena paradójico y contraintuitivo en el contexto de escasez que atravesamos, pero una de las claves de los próximos dos años será aprender a lidiar con la abundancia de financiamiento externo. Tratar de aprovechar una situación de abundancia parecería una tarea sencilla. Pero lo cierto es que nunca supimos hacerlo acertadamente.

En ocasiones como la presente, muchas voces niegan rotundamente los supuestos beneficios del financiamiento externo y proponen, en cambio, ‘vivir con lo nuestro’. Ignoran la importancia del ahorro externo para complementar el ahorro doméstico, así como las posibilidades de compartir el riesgo argentino con el resto del mundo.

No es algo menor para un país que hace medio siglo no logra crecer en forma sostenida, donde sus propios ciudadanos no se prestan entre sí ni a su propio Estado.

En otras oportunidades el ‘sentido común’ se desplaza al extremo opuesto: confiamos en que los inversores externos, urgidos por la búsqueda de rentabilidad, pueden evaluar mejor nuestra capacidad de pago futura que lo que evidencian nuestras propias hojas de balance. Y en esas ocasiones nos olvidamos que los capitales privados de riesgo son pro-cíclicos: se van cuando más se necesitan.

En el pasado, así, siempre oscilamos entre la represión financiera y la apertura indiscriminada. Ninguno de esos extremos constituye una opción adecuada.

La inversión extranjera directa es clave para renovar una estructura productiva incapaz de alcanzar el desarrollo sostenible. También lo es el financiamiento de largo plazo, tanto para el Estado como para las firmas.

Entonces, no se trata de cerrarnos ni de abrirnos irrestrictamente, sino de trabajar en el diseño de un esquema inteligente para financiarse en el exterior sin que eso signifique procrastinar sin rumbo o endeudarse para perseguir utopías inalcanzables. Integrarse a las finanzas globales implica elegir cuándo y en qué mercados conviene endeudarse, siempre teniendo en cuenta cuáles son los limites sostenibles del endeudamiento como las condiciones en que se pacta el financiamiento a recibir.

Es una tarea riesgosa: hace falta, valga la metáfora, contar con ingenieros capaces de atravesar campos minados. Pero sin riesgos no hay beneficios; y tenemos herramientas para acotar los riesgos sin ‘morir’ en el intento.

Un instrumento clave es el fiscal. En este plano hace falta fijar cuanto antes una regla plurianual creíble para el resultado fiscal, a fin de minimizar el riesgo de situaciones de stress financiero frente a eventuales imprevistos desfavorables.

Otra herramienta crítica es el régimen cambiario, para evitar apreciaciones bruscas del tipo de cambio. Finalmente, será preciso implementar controles a la entrada de capitales especulativos de corto plazo, al igual que hace buena parte del mundo emergente.

Complementariamente, en lo institucional hace falta diseñar una Oficina de Administración de Activos y Pasivos Públicos, que cuente con suficiente autonomía para evaluar e informar los riesgos y beneficios de estrategias alternativas. Esta oficina, incluso, podría eventualmente ser el germen de un futuro Fondo Soberano.

No fue nuestro propósito abordar las cuestiones urgentes que dejó la pandemia. Menos aún proponer soluciones mágicas para nuestros problemas macroeconómicos.

Pero las urgencias no deben ocultar la necesidad de prepararnos para administrar la bonanza financiera que se avecina, así como evitar una nueva crisis cuando el ciclo se revierta y el dólar se encarezca, como ya ocurrió a principios de los 80s y a fines de los 90s. Dos períodos, la crisis de la deuda y de la convertibilidad, que recordamos demasiado bien.

¿Seremos capaces de no tropezar nuevamente con la misma piedra? Pero la metafórica afirmación de que somos ‘alcohólicos incurables’ y por eso debemos vivir sólo con lo nuestro es falsa. Tenemos que invertir y para eso necesitamos financiamiento. Si somos incapaces de poner límites para garantizar su sostenibilidad, el problema no es ni ‘médico’ ni cultural. Es, ni más ni menos, político e institucional.