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Revista

Por qué las frases tranquilizadoras no siempre tienen el efecto deseado

A veces es preferible acompañar antes que decir algo que empeore la situación de alguien a quien queremos ayudar.

20/08/2018

Bajás del colectivo y encontrás a un chico tirado en el asfalto, cerca de su moto, mientras su novia lo mira paralizada. Te acercás y le decís “tranquila, vas a ver que está todo bien”. O quizás se inundó el barrio donde está tu local y tus vecinos sufrieron pérdidas o daños en sus casas, y no tenés mejor idea que asegurarles que “tuvieron suerte, al menos no se murió nadie”.

También pudiste haber querido ayudar a una persona en un vuelo que se sentía insegura, comentándole que en realidad el avión es un medio de transporte seguro, pero tus esfuerzos solo la angustian más. ¿Quién no ha pasado por una situación en la que no sabemos qué decir? Bueno, a veces la diferencia la hacemos con nuestra presencia, más que con nuestras palabras.

Nos cuesta quedarnos callados y tolerar que a veces no podemos hacer otra cosa que “acompañar con pocas palabras o en silencio”. Para sentirnos útiles o para tranquilizarnos a nosotros mismos decimos frases cliché que no hacen más que aumentar el malestar y la sensación de impotencia o incomprensión: “la sacaste barata”, “fue una desgracia con suerte”, “podría haber sido peor”, “esto no es un problema grave, cómo te vas a poner así“, “vas a ver que todo va a salir bien”... Infinidad de frases hechas que lejos de ayudar a sentir alivio, aumentan el malestar de quien está pasando por un momento muy crítico.

Claro que nuestra intención es consolar a esa persona pero hay que saber que no lo lograremos con frases de “autocalma” o “palmoterapia”. Las situaciones críticas desorganizan y descontrolan nuestra vida cotidiana, todos los mecanismos que nos funcionaban en los momentos “normales”, resultan inútiles o desubicados en situaciones extremas, el mundo quedó “patas arriba” y hemos perdido la brújula (¡o el GPS!).

Las personas necesitan volver a tomar el control, aunque sea de cosas mínimas, para percibir que pueden darle algo de sentido a lo que les está pasando. Si les ofrecemos frases hechas, de compromiso, o que decimos para aliviar nuestra propia angustia, les estaremos ofreciendo una significación ajena, “prestada”, que dificulta que esa persona pueda empezar a elaborar o entender algo de la situación. Y sobre todo, son frases que no nos permiten escuchar qué es lo que el otro necesita en ese momento para aliviar su sufrimiento.

Sólo vamos a poder ayudar si nos ponemos en los zapatos del otro y le ofrecemos desde ahí nuestro apoyo y acompañamiento. Necesitamos sentir empatía. Pero atención: no se nace empático, es algo que se aprende. De la misma manera que aprendimos a compartir los caramelos en el cole o a saludar por la mañana o a cruzar la calle cuando el semáforo lo permite (aunque a veces no lo respetemos). Se trata de incorporar rutinas a partir del aprendizaje reiterado.

El ser humano está siempre expuesto a situaciones críticas y, aunque una forma de no entrar en pánico o parálisis es mirar para otro lado y vivir como si nunca nos fuera a pasar a nosotros, lo inesperado está a la vuelta de la esquina, tanto lo lindo como lo doloroso. Se trata precisamente de aprender e incorporar, como praxis, una serie de conocimientos sobre como intervenir en diversas situaciones críticas, independientemente de que conozcamos o no a los involucrados.

De hecho, esta breve columna es solo una parte de un núcleo académico llamado Diplomatura en Prácticas de salud mental y apoyo psicosocial en emergencias y desastres que se dicta en Isalud. Sabemos que podemos prepararnos para sobrevivir o acompañarnos de una mejor manera. La clave está en que creemos que un desastre solo es un derrumbe con decenas de fallecidos, o un terremoto, o un huracán… pero podemos sentir que es un verdadero desastre que nos roben la notebook, no llegar a dar la conferencia que preparamos durante meses, estar con un yeso internado, perder todo nuestro capital en libros, o no ganar la Davis.

Pero tenemos que ser conscientes de que no podemos juzgar qué es lo que nuestros semejantes vivirán como un desastre; y que tratar de minimizarlo no los ayudará (a ellos ni a nosotros) a sentirnos mejor. Se puede aprender qué decir y hacer (y qué no) en situaciones críticas. Podemos estar mejor preparados y hasta reducir el impacto.

Fuente: Silvia Bentolila, psiquiatra y especialista en salud mental en situaciones críticas (M.N. 59647)